viernes, 17 de febrero de 2017

Cuentos Prohibidos: IV - El Caballero y la Peste


En el año de Nuestro Señor 1350, mientras la Peste se extendía por toda Europa, el caballero montado en su caballo cabalgaba sin un destino fijo.
El caballero era de rostro alargado y flaco, como si hubiera sido perfilado a cincel, quizá debido a las penurias que había debido padecer.

Bajo el áspero y largo pelo rubio, ahora sucio, brillaban unos azules ojos, fríos y casi inexpresivos.
Era un individuo muy alto y de aspecto inquietante, quizás debido al escudo que colgaba de su cabalgadura y a la descomunal espada que portaba.
Bertrán de Guifford, este era su nombre, era un caballero normando venido a menos, convertido en un mercenario vendido al mejor postor y siempre dispuesto a participar con su espada en las pequeñas guerras vecinales.
Bertrán de Guifford huía ahora de la peste, pero ansiaba encontrar un pueblo con una posada donde poder darse un baño, comer algo y dormir bajo un techo sobre un jergón de paja y un establo donde descansar su caballo.
Anochecía cuando llegó hasta una pequeña ciudad. A la entrada de este se detuvo, se apeó del caballo e hincando la rodilla en el suelo, se persignó varias veces, mientras daba gracias a Dios por haber llegado hasta allí sano y salvo.
Lo primero con lo que se encontró al adentrarse en la ciudad fue con los judíos vestidos con sus lujosos ropajes subidos en sus carros y a pie, abandonando la judería.
Como sucedía en la mayoría de los lugares por los que había pasado, sus habitantes estaban convencidos de que la peste había sido enviada como castigo divino y hacían culpables de ello a los judíos.
Las gentes habían olvidado los mandatos de la Iglesia y los había permitido establecerse, les había dejado abrir sus talleres y tiendas, habían comerciado con ellos e incluso hubo quien hechizado por su belleza había renunciado a su religión para contraer matrimonio con alguna judía.
Los ciudadanos abandonaban sus casas recogiendo sus prendas de más valor, los víveres y las escasas monedas acumuladas durante toda un vida de sacrificio.
Tras de ellos, llegaban los alguaciles y prendían fuego al lugar. Las llamas rompían la noche y el fuego purificador arrasaba los hogares en un intento desesperado para evitar se extendiera la enfermedad.
Al entrar en la ciudad, tuvo suerte de encontrarse en las primeras casas con una modesta posada y decidió no ir más adelante.
La posada estaba ocupada por algunos parroquianos ahogando sus penas en vino barato incapaces de volver a sus casas pensando quizás en hallar más seguridad contra la peste entre aquellas cuatro paredes de piedra que en su propia vivienda.
Poco le podía a ofrecer al caballero a esas horas el posadero, más pendiente de cerrar el negocio que otra cosa.
Más la frugal cena a base de un poco de pollo, queso rancio y pan reseco fue suficiente para el caballero, que luego pudo bañarse y meterse entre raídas mantas llenas de chinches en el camastro de una habitación, tras dejar su montura acomodada en un establo vecino.
Empezaba a despuntar el amanecer, era el momento de su partida.
Con el sol levantándose sobre el horizonte, el caballero sintió la alegría de amanecer sin bubas, que el tiempo se renovaba, esperando que desaparecieran  las muertes y los entierros, que quedaran atrás también los momentos de angustia, la espera y el cuándo llegará mí hora, las precauciones para no estar cerca de un infectado, los miedos perpetuos a cualquier posible síntoma de contagio, de un dolor, de una tos.
Su universo conocido se derrumbaba, aquellas personas a las que había querido, las amas que le habían arropado, los maestros que le habían enseñado, las mujeres a las que había amado, sus amigos, los compañeros de armas con los que habías peleado en decenas de lides y batallas y que pudieron sobrevivir a su lado a afiladas espadas y a flechas emponzoñadas, se los llevaba la peste de un día para otro.
La luz despertó sobre la ciudad como una señal de los cielos, como un nuevo pacto.
Gran parte de la ciudad ardió durante toda la noche, con un fuego purificador, y ahora una la larga fila de sus habitantes, ricos y pobres, a pie o a caballo, llevando carros con todos sus bienes y enseres, abandonaban sus casas.
Daban por supuesto que allí se quedaba la enfermedad y que estarían a salvo de la epidemia, que simplemente con dejar pasar el tiempo el mal iba a cesar.
El caballero les seguía a poca distancia dejando atrás aquella tierra infectada.
Horas mas tarde en un claro junto a un bosque se detuvieron y cada cual se ocupó de encontrar el mejor rincón en el que acomodarse.
Cerca del ángelus dirigidos por frailes y curas comenzaron los rezos y las acciones de gracias.
Más tarde alguien propuso la idea de organizar una fiesta, con el pretexto de que existía la posibilidad de un futuro para ellos.
Al caer la tarde, la música dio comienzo. Las botellas de alcohol visitaron muchos labios y se asaron grandes tajadas de carne.

Entre risas y presas de una embriaguez colectiva, las mujeres más jóvenes se despojaron de sus vestidos, bailando desnudas alrededor de las hogueras.
Bertrán de Guifford, observó, con mirada desaprobadora, apenas habían pasado unas horas y ya hasta incluso algunos de los sacerdotes acompañados por mujeres se ocultaban entre las sombras inaccesibles a las miradas del resto de los ciudadanos.

Poco tiempo después, machos y hembras se lanzaron a una desenfrenada copula, sin distinción de sexo, edad o condición social.
El alcohol trajo el sopor y la modorra, venciendo los agotados cuerpos que cayeron sumidos en un profundo sueño.
Solo el caballero permaneció vigilante y un tiempo después se levantó y comenzó recoger sus cosas y a ensillar su caballo.
Aún era de noche cuando abandonó el lugar. Se dio la vuelta y lanzó una mirada atrás a las ahora lejanas hogueras.
— ¡Estúpidos!, no sabéis lo que hacéis, quiso avisarles, pero la distancia se tragó sus palabras.
Una brisa alegre comenzó a levantarse, mientras el caballero se alejaba de los cuerpos dormidos.
Y el sueño fue la puerta, sutil, que alguien dejó abierta para que se colara por ella quien no estaba invitado.
¡Pom, pom,pom!, llamó la parca golpeando la puerta del sueño con sus nudillos de hueso hasta que esta cedió, permitiéndole el paso, sin que nadie se diera cuenta y pudiera evitarlo.
Tal vez fueron las pulgas de las ratas su instrumento, o algo maligno trajo el aire, quizás la ropa guardaba humores que permitieron extenderse la plaga.

Tal vez el panadero estaba enfermo y repartió el pan que fue llevando la peste de boca en boca entre los amantes.
¡Pom, pom,pom!, nadie escuchó el sonido de las falanges descarnadas de la muerte golpeando contra la puerta del sueño, de haberlo escuchado hubieran corrido el cerrojo o tapado su cabeza con la manta, esperando que pasara de largo.
Se escucharon gritos en el campamento, despertando a las gentes dormidas, se oyeron las primeras voces de hombres y mujeres aún presos de la borrachera.
¡Pom, pom,pom!, escucharon internamente en su cabeza, mientras despertaban de su sueño, como la parca golpeaba la gran aldaba de bronce de la puerta, mientras les llamaba por su nombre, congelándoseles la sangre en las venas.
Un hombre más decidido que los demás tomó una antorcha y con ella fue rompiendo las sombras, recorriendo el campamento y observando a sus vecinos, algunos de ellos presentando señales inconfundibles, bubas, y vómito negro.
A su lado alguien se agarró las tripas en una convulsión repentina, tenía la enfermedad dentro.
La Peste Negra estaba entre ellos.
¡Pom, pom,pom!, golpeaba la puerta, la muerte con sus falanges huesudas y descarnadas.
¡Pom, pom,pom!, no hace falta que vengáis a abrir, ya estoy dentro...

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