sábado, 23 de septiembre de 2017

Una historia más de Infeczión

Seguimos con otro de los relatos que aparecen en Infeczión, el titulado:
Un Aeródromo en el Desierto del Sahara.


El Cessna 425 sobrevolaba un pueblo de mala muerte recostado a orillas del océano Atlántico,
 justo donde las arenas del Sahara se hundían bajo las aguas del mar.
Apenas una treintena de casas, una pequeña mezquita hecha de adobe y unos campos de
cultivo alrededor del poblado, formaban parte de aquel olvidado lugar.
La avioneta con capacidad para un piloto y siete pasajeros, sobrevoló la decena de largas
barcas de pesca, ahora varadas en la arena de la playa.
Luego pasó por encima de la polvorienta carretera que discurría de norte a sur atravesando el
pueblo, perdiéndose en la distancia, seguidamente dio un giro de 180 grados en dirección
a la pista de aterrizaje.
Conforme se acercaba la pista de aterrizaje esta semejaba a una cinta gris de asfalto en medio
de la nada, en medio de la inmensidad del desierto del Sahara.
Colin McGregor, de padre escocés y madre inglesa, siempre había querido tener su
propia empresa y terco como una mula no paró hasta conseguirlo.
Aquel pelirrojo de tupida barba y penetrantes ojos azules, era estibador en el puerto de Southampton, cuando la inesperada herencia de su abuelo le dejó una modesta cantidad de libras en su cuenta corriente, lo suficiente para sacarse la titulación de piloto de aeroplano y crear su propia empresa.
Necesitaba un socio y lo encontró en Stuart “Stu“ Davies, un mecánico inglés de Brighton.
Los sobornos a los funcionarios y policías marroquíes agilizaron el papeleo y acabaron
montando una pequeña empresa con una avioneta en aquel paraje del desierto.
McGregor masticaba compulsivamente un pedazo de tabaco de mascar en su boca, moviéndolo
de un lado a otro, mientras lo iba ensalivando convirtiéndolo en una bola.
Antes de aterrizar sacó la petaca del bolsillo de la camisa y echó un buen trago de ginebra, luego prosiguió mascando tabaco.
Estaba preocupado, “Stu“ no había contestado a sus llamadas por radio y era extraño, pues cuando sabía que volvía de alguno de sus “viajes“ permanecía atento en todo momento a la emisora.
Observó desde arriba, el hangar y la pequeña torre de control con el jeep aparcado junto a ella,
no se veían señales de vida ni siquiera el habitual grupo de chiquillos marroquíes que utilizaban
las instalaciones como zona de juegos.
Aterrizó finalmente y antes de descender de la avioneta sacó de la canana que llevaba en el cinto, comprobando que estaba cargado, el viejo revolver Smith & Wesson Model 15, calibre 38,
de seis disparos.
Puso pie en la pista y escupió la bola de tabaco a una considerable distancia, fruto de la práctica, asintió con satisfacción al ver lo lejos que había caído y seguidamente encaminó sus pasos hacía la cercana torre de control.
El calor sofocante le golpeó como una bofetada, la temperatura casi debía alcanzar los cuarenta grados centígrados. El aire espeso y denso como un caldo hirviente le obligaba a esforzarse
para respirar.
Llegó junto a la pequeña torre de control, subió la escalera metálica y abrió la puerta penetrando en su interior.
Todo parecía estar bien allí, la emisora de radio estaba encendida lo mismo que el ordenador que había a su lado, no había señales de lucha, ni cajones revueltos, ni sillas caídas y un montón de papeles aparecían perfectamente ordenados, encima de la mesa.
Cogió los prismáticos que descansaban encima de los papeles, enfocando los alrededores de la
pista y el poblado apenas distante un par de kilómetros, algunas figuras difusas se movían en
sus alrededores pero no parecía haber nada que le causara motivo de preocupación.
Colin había vuelto hambriento y cansado tras el viaje a la isla de Tenerife para llevar un cargamento de hachís.
No era una buena época para los viajes turísticos y el contrabando le ayudaba a su socio  y a él a conseguir unos pingües beneficios que les permitiera algún día abandonar aquel sucio rincón del mundo.
Con los sentidos alerta salió del recinto y encaminó sus pasos hacia el jeep aparcado, cuyas llaves estaban guardadas en uno de los cajones.
Podía haber ido a pie hasta el poblado para estirar un poco las piernas después de un viaje de
varias horas, pero finalmente por prudencia, se decidió por subirse al vehículo.
El jeep avanzaba traqueteando entre los enormes baches cubiertos de arena del estropeado asfalto, mientras se acercaba a aquella aldea situada a las puertas del desierto.
En la entrada sur del pueblo a unos trescientos metros de las casas más cercanas, en una amplía explanada se hallaba un corral de cabras, aunque realmente no era más que un recinto
cerrado formado por una cerca de madera y arbustos espinosos.
La ruinosa cerca estaba rota y lo que parecían ser los restos sanguinolentos de varias cabras se encontraban esparcidos por el interior del corral.
Un sudor frío recorrió su espalda, aquella situación le estaba empezando a gustar cada vez menos.
Entró en el pueblo cuya calle principal era aquella carretera y detuvo el jeep, nunca había sido un lugar agradable para vivir ni en sus mejores tiempos, ni siquiera tres años antes cuando se
establecieron allí.
Bajo del vehículo empuñando el revólver, el pueblo parecía estar deshabitado y ofrecía un aspecto hostil, solo el sonido del viento al colarse entre las casas de adobe rompía el silencio
sepulcral que reinaba en la aldea.
Escuchaba su propia respiración, mientras con calculados y cautelosos pasos se adentraba en el interior del lugar.
El olor a putrefacción le llegaba desde el callejón, dobló la esquina con el arma amartillada en su mano, caídos en el suelo estaban los cadáveres de dos hombres y una mujer, habitantes del poblado.
Presentaban terribles heridas en el cuerpo como si hubieran sido atacados por fieras junto a
heridas de disparos, pero los tres tenían algo en común, un disparo en la cabeza.
Ahora empezaba a comprenderlo todo, durante su ausencia la plaga mortal de gripe había hecho su aparición en el poblado afectando a sus habitantes, y quizá a “Stu“, este que tenía una
pistola puede que estuviera vivo, pensaba para si, debía encontrarle y huir de aquel infierno.
El fuerte hedor que se desprendía de la casa más cercana y su puerta abierta hicieron que entrara en ella dubitativo.
En una esquina de la estancia una decena de cadáveres se apilaban unos encima de otros.
Colin sintió que algo se revolvía en su interior y apartó la cabeza mientras vomitaba, ya
recuperado y con el regusto amargo de la bilis en su boca se pasó la lengua por los labios
resecos por el calor, mientras se lamentaba de no tener una botella para echar un buen trago
de whisky.
Se acercó para examinar los cuerpos más detenidamente, algunos tenían las vísceras fuera, otros presentaban mordeduras, varios heridas de bala a lo largo de su cuerpo, eran infectados
que habían vuelto a la vida y alguien había terminado con su terrible existencia.
Un profundo gemido surgió del montón de cuerpos haciendo que diera un salto hacia atrás sobresaltado, nada se movía, quizá habría sido imaginaciones suyas, quizá el viento.
El gemido volvió a sonar y sintió como si hubiese recibido una descarga eléctrica, no había duda, entre aquellos cuerpos mutilados y llenos de heridas alguno aún permanecía vivo, por decirlo de
alguna manera.
Cogió un largo remo de madera que estaba apoyado en una pared y empezó a revolver entre los cuerpos hasta que finalmente lo localizó, tenía los brazos caidos a los lados y la cabeza
inclinada sobre el pecho, atravesado por varios agujeros de bala y una sucia mancha de sangre
reseca se extendía por toda la espalda, allí donde se había clavado con toda la fuerza el pico
que tenía incrustado hasta el mango.
Con la cabeza vuelta hacia él pudo reconocer a Mohamed, uno de los pescadores del pueblo.
A aquel desgraciado le habían partido la espina dorsal con el pico dejándole incapaz de moverse y dándole por muerto.
Con manos temblorosas y decididas a terminar con sus desdichas, arrancó el pico de su espalda y con un golpe certero lo clavó en su cráneo, reventándolo, haciendo que la sangre salpicara la estancia.
Salió de la casa, saco el paquete de cigarrillos y encendió un pitillo, aspirando profundamente para que el humo inundara sus pulmones, miro a su alrededor, más y más cuerpos, hombres, mujeres, niños, algunos de ellos eran policías marroquíes acribillados por sus propios compañeros.
Era hora de irse su socio había sido devorado o era un muerto viviente más, así que recogió lo más preciso, agua, comida y llenó el depósito de la avioneta antes de partir, pensaba dirigirse a
las islas Canarias aunque no sabía con lo que podría encontrarse allí.
Se levantó una pequeña tormenta de arena a unos kilómetros escaso de allí, en pleno desierto del Sahara. Si Colin atento al despegue en aquellos momentos, hubiera estado mirando hacia aquel lugar, al aclararse la tormenta hubiera visto un grupo de zombies con el andar vacilante, que se iban adentrando poco a poco en el desierto y hubiera reconocido entre ellos a su socio “Stu“ Davies.
La avioneta estaba ya dispuesta para la partida, los instrumentos de a bordo y los mandos preparados, había podido realizar la comprobación tranquilamente, no se veía a nadie por los alrededores.
Bajó de la avioneta encendió un cigarrillo y cogió la botella de whisky, a la que le quedaba algo más de un cuarto, realizó un brindis en dirección al poblado por su socio y amigo, terminándose
la botella de un trago.
Apuró el cigarrillo mientras recordaba aquellas largas noches sentados en la playa a oscuras, con un cigarrillo y una botella en las manos, riendo a carcajadas bajo un cielo tachonado de estrellas.
– Adiós amigo. Hasta siempre. Te voy a echar de menos. Dijo a modo de despedida, luego subió a la Cessna 425, arrancó los motores y despegó alejándose del lugar.
El sol comenzaba a ponerse sobre el océano, tiñendo el cielo de un espectacular color rojizo.
Fue entonces en la inmensidad del cielo, cuando se percató de lo solo que estaba y rompió a llorar.

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