jueves, 15 de junio de 2017

Algo más de INFECZION

Como muy bien me apuntaba y yo no recordaba, un seguidor de este blog, La Batalla de Nueva York, es tras Vacaciones en Bretaña, el segundo de los relatos pertenecientes a INFECZION aparecidos en el blog, el primero de ellos ya hace unos meses.
Y como no hay dos sin tres, aquí va el titulado, La Isla, espero que os guste.


Para él, Hush Island (La Isla del Silencio), como era conocida por los habitantes de la zona, pese a su nombre no dejaba de ser un pequeño islote rocoso frente a la costa inglesa, en medio del océano Atlántico y a pocas millas del lugar donde había nacido, el pueblo de Port Hope (Puerto Esperanza).

Allan Chambers dudaba que el pequeño islote figurara en la mayoría de los mapas e incluso de algunas cartas marinas.

Cuando las cosas se pusieron realmente mal en todo el país, sobre todo en las grandes ciudades, y no sabía adonde dirigirse, cargó su coche con los alimentos que tenía en su apartamento, cogió su arma reglamentaria y algo de ropa y enfiló el coche por la autopista, dejando atrás el caos en que se había convertido la ciudad de Manchester.

Allan Chambers era inspector de policía, en su interior pensaba que quizá había debido permanecer en su puesto, pero daba lo mismo, muchos de sus compañeros estaban enfermos, muertos o habían huido junto a su familia en busca de un lugar donde sobrevivir a la mortal gripe. Pero él no tenía pareja, ni le esperaba nadie.

Ya no hacía falta ser muy inteligente para darse cuenta que la ciudad, pese al despliegue de tropas, se derrumbaba, lo mismo que todo el Reino Unido y el resto del mundo.

En un principio los servicios sanitarios fueron desbordados por la gran cantidad de pacientes con gripe que acudían a los centros hospitalarios, luego se supo que no había vacuna contra la nueva y mortal cepa.

Fue entonces cuando con un elevado índice de mortalidad, en muchos sitios superior a un 30%, las autoridades de todas las naciones anunciaron que los muertos por la enfermedad volvían a la vida, por decirlo de alguna forma, para devorar a los vivos.

Si no eras devorado, un simple arañazo o un leve mordisco servían para que la enfermedad corriera por el torrente sanguíneo, para que la infección te matara y te convirtiera en uno de ellos.

Abandonó la autopista cuando un monumental atasco producido por los accidentes de gran cantidad de coches, cuyos ocupantes intentaban huir de una muerte segura, le impidió continuar.

Condujo toda la noche por carreteras secundarias, evitando entrar en los pueblos y ciudades que encontraba a su paso, permaneciendo atento a las noticias que daban por la radio, hasta que esta calló definitivamente.

Un camino tortuoso y mal asfaltado le condujo hasta las cercanías de Port Hope, el nombre del pequeño pueblo pesquero donde había nacido treinta años antes.

Hacía más de diez años que no iba allí, desde el entierro de su tío. Sus primos también con el tiempo abandonaron el pueblo y no creía que encontrara a nadie conocido, si es que allí quedaba alguien con vida.

No entró en el lugar, se apostó en una ladera cercana desde donde divisaba todo el pueblo, incluido el puerto.

Definitivamente no parecía haber personas vivas, desde allí con unos potentes prismáticos observó el movimiento de los muertos vivientes en su lento deambular por la población, en algunos lugares divisó los restos sangrientos de carne y huesos de lo que fueron personas hasta que sirvieron de alimento a sus vecinos.

Era indudable que Port Hope había conocido tiempos mejores, las casas de madera junto al puerto estaban faltas de una buena mano de pintura, corroídas por el efecto del salitre.

El césped del pequeño parque junto al ayuntamiento, donde había jugado de pequeño estaba descuidado, el columpio y las otras atracciones infantiles estaban medio rotas y los bancos de hierro oxidados.

Antes que la enfermedad, la crisis económica había matado al pueblo.

El cierre de la fábrica de conserva de pescado, que era junto a la pesca el verdadero motor de la economía local, llevó a los jóvenes a abandonar el pueblo en busca de trabajo, la única entidad bancaria que había en el pueblo cerro sus puertas poco después que lo hiciera la pequeña industria conservera.

Algunos de los patrones de los barcos, dejaron la pesca ya que eran más grandes los gastos que los beneficios, por eso algunos de los barcos pesqueros permanecían amarrados al muelle mientras su madera se pudría.

Un año antes también la luz del faro se apagó, el viejo farero murió y el ayuntamiento decidió prescindir del puesto para ahorrar un sueldo.

Pero todo aquello había dejado de tener importancia, para Allan lo único importante era observar los movimientos de los vecinos del pueblo, convertidos en criaturas sin vida, algunos con terribles heridas, con ropas ensangrentadas y sucias, y ver el modo de llegar hasta una barca para hacerse a la mar en dirección al pequeño islote.

Poco después del mediodía, recogió del coche la mochila y la bolsa de deporte que llevaba y tras revisar la pistola, inició el descenso hasta el pueblo.

Había estado observando el movimiento de los zombies y había elegido la ruta para llegar hasta el puerto, por donde estaba más despejado de la presencia de ellos.

No le costó ningún problema esquivar a los escasos cuerpos que encontró en su camino hasta llegar al puerto, ya tenía decidido dejar los barcos de pesca cuyo motor no sabía si funcionaría e incluso podía alertar a los muertos de su presencia, cogería una pequeña barca de remos.

Así lo hizo y empezando a caer ya la tarde, se deslizó en una barca, se tumbó al fondo de ella cubriéndose con un toldo de plástico.

Con la ayuda de un remo, abandonó el abrigo del puerto internándose silenciosamente mar adentro.

Aunque el faro ya no proyectaba su acogedora luz, sabía muy bien el camino y el mar estaba tranquilo por lo que no tuvo problemas en cruzar las oscuras aguas.

Era noche cerrada cuando llegó a la isla, aunque la luna llena brillaba tanto que rompía las sombras y casi había más luz que en pleno día.

Podía verlo todo con claridad y le permitió amarrar la pequeña barca al embarcadero de madera sin ayuda de la potente linterna que llevaba en la mano.

Se dirige por la senda cuesta arriba hasta el abandonado faro situado en lo alto de un acantilado. Cuando llega hasta el faro da una vuelta alrededor para buscar la entrada, la puerta de madera está intacta y parece sólida, por lo que decide romper el sucio cristal de un ventanuco que hay en la parte trasera.

El ser de una constitución delgada y ágil le permite acceder al interior sin mayor problema, ya se ocupará a la mañana siguiente de reparar en lo posible la ventana.

Como ya sabía por las veces que acompañó a su tío a visitar al farero, en la base del faro hay una habitación circular que era la modesta vivienda de este.

Como mobiliario hay una mesa y dos sillas de madera, un viejo catre en un rincón de la pared junto a la escalera y oculto tras una cortina un pequeño aseo con un lavabo y un inodoro.

También está la cocina con un hornillo de gas y una cazuela de hierro ennegrecido junto con algunos vasos, platos y cubiertos.

Encuentra un par de botellas de Ginebra casi llenas y algunas latas de conserva a punto de caducar.

Allan piensa que ha tenido suerte, hay cosas que podrá aprovechar, como la comida, unas viejas mantas que hay para combatir el frío y un par de quinqués que le procurarán algo de luz.

Sabe que bajo la alfombra que hay junto al catre se abre en el suelo una trampilla que lleva a un frío y húmedo sótano. La abre, baja los tres escalones de madera y encuentra un estante cubierto de polvo donde hay una caja con velas, cerillas, anzuelos, un botiquín, una pistola lanzabengalas con una caja de bengalas y colgadas de unos clavos en la pared unas redes de pesca.

Se encuentra agotado, así que sube hasta la habitación enciende una vela y se sienta en el catre, a continuación abre la mochila y saca una lata de carne para cenar, más tarde extrae de la bolsa de deporte un saco de dormir, se mete dentro de él y apaga la vela.

Se despierta al mediodía, come media lata de judías y sube por la escalera de caracol hasta la cumbre del faro, deteniéndose en la mitad del recorrido, en el rellano, para recuperar el aliento mientras nota en el rostro el sol que penetra por la sucia ventana.

Al llegar arriba del todo, da una vuelta por la pasarela, observando el inacabable y profundo océano y mirando después en dirección hacia la costa, buscando entre las nubes la ubicación del continente.

Por la tarde repara la ventana con unos clavos y maderas que encuentra en el sótano, junto con unas revistas viejas y latas de queroseno.

Luego adecenta y limpia lo mejor posible el faro preparándolo para una estancia que puede ser larga.

Encuentra oculta entre unas revistas viejas una llave de hierro bastante oxidada, la prueba en la puerta de entrada al faro y comprueba con satisfacción que abre la misma. Ahora podrá abandonar el faro sin tener que dejar la puerta abierta.

Antes que baje más la temperatura, sale a dar una vuelta por los alrededores del faro y piensa a la mañana siguiente en acercarse hasta la playa para echar las redes y reconocer toda la isla.

Se fuma el primer cigarrillo del día y deja que el olor a mar y salitre tan diferente al de la muerte de estos días atrás, inunde sus fosas nasales.

Su mirada se pierde en el horizonte mientras apura hasta el último de los rayos de sol y deja que le embargue la terrible soledad en que se encuentra.

Cuando comienza a hacer más frío, se aprieta la gruesa cazadora de corte militar alrededor del torso y da media vuelta hasta el faro.

Una vez dentro se sirve un vaso de ginebra y se sienta en el catre esperando que caiga la noche, mientras escucha el viento del océano que silba con fuerza por el hueco de su nuevo hogar.

Los días van pasando, luego las semanas y más tarde los meses.

Su vida transcurre entre la monotonía y el tedio, a la desesperación inicial ha seguido la resignación, ya asume que nadie le va a venir a rescatar, que no va a aparecer un barco en el horizonte saludándole con la sirena.

Se considera un nuevo Robinson Crusoe y está firmemente convencido que el mundo está muerto y dominado por los zombies y pese a eso se ha impuesto una serie de normas que cumple a rajatabla todos los días.

Al levantarse hace footing por el terreno rocoso hasta descender a la cercana playa, allí completamente desnudo se da un baño en las frías aguas y luego aprovecha si hace sol para tenderse en la arena hasta secarse.

Ya de vuelta se acerca hasta donde tiene tendidas las redes y recoge si ha habido suerte uno o dos peces, baja hasta las rocas al bajar la marea y coge cangrejos.

Luego raspa con la navaja las rocas hasta separar de ella los moluscos que están adheridos, mientras va racionando el tabaco y las conservas para cuando no haya pesca.

Una noche la borrasca trae una fuerte tormenta a la isla, los relámpagos iluminan el faro mientras la lluvia cae sin parar durante horas y las olas rompen contra las rocas violentas y atronadoras.

A la mañana siguiente durante el paseo por la isla para revisar las redes ve un bulto tendido en la playa, decide acercarse con precaución, al principio es sólo una forma oscura recortada contra la blanca arena, y la examina a distancia.

Espera durante un tiempo pero el cuerpo no se mueve, así que decide acercarse con cuidado, se trata de un hombre enterrado cabeza abajo en la arena, medio hundido.

Lo arrastraría la corriente durante la noche, el rasgado faldón de su camisa se agita al viento como si se tratase de una bandera.

Hay algo extraño en la manera en que está el cuerpo caído, la parte inferior de la espalda tiene un ángulo anormal y todo parece indicar que tiene la espalda rota.

Ha visto ese tipo de lesión antes, en accidentes de tráfico, si estuviera vivo iba a estar condenado a vivir en silla de ruedas hasta el resto de sus días.

Tiene el pelo negro, enmarañado y lleno de arena, y sus manos están rasgadas y azules.

Levanta el pie y empuja el cuerpo del hombre con precaución.

No sucede nada, así que vuelve a empujar, esta vez con más fuerza.

Entonces el hombre empieza a retorcerse.

De su garganta salen unos sonidos que no parecen humanos, gruñidos salvajes de ira y frustración.

Como si se le hubiera aplicado una descarga eléctrica el cuerpo se agita y sus brazos parecen hacer fuerza para incorporarse, pero es un muñeco roto, un juguete estropeado incapaz de funcionar bien.

Se acerca demasiado al cuerpo y una de las manos le intenta agarrar del tobillo, pero le sacude una patada.

Allan se echa hacia atrás un poco, coloca los pies contra el torso del hombre y empuja el cuerpo con fuerza, de manera que le consigue dar la vuelta y lo deja boca arriba.

El cuerpo sigue moviendo un brazo como si quisiera cogerle, definitivamente es uno de “ellos”, quien sabe como cayó al mar y este le trajo hasta la isla.

Allan se arrodilla junto al rostro descubierto, le falta la casi totalidad de la mandíbula, junto con uno de los ojos. La cara es de un color gris ceniza y rasgada por muchas heridas, en el pómulo, un mordisco quizás, ha arrancado una parte de la piel que se ha deslizado hacia atrás, dejando al descubierto el blanco amarillento del hueso y el cartílago.

El espacio donde estaba el ojo es ahora una blanda viscosidad mezclada con sangre, mientras el otro sin pupila y aunque falto de vida parece mirar lleno de odio.

Abre la boca como si quisiera coger aire y los dientes podridos y negros chasquean intentando morderle, mientras mueve la cabeza sin dejar de retorcerse.

– Deja de pelear contra tu destino, le dice Allan. Tienes la espalda rota y no vas a ir a ninguna parte. Ya deberías estar muerto, totalmente muerto.

Suspira y echa un vistazo a la distancia, por encima de las nubes bajas, hasta el ancho y llano continente.

– ¿Por qué has venido aquí?, le pregunta, aún sabiendo que no va a responderle..

Lanza un suspiro hondo y prolongado y se va caminando hacia las rocas cercanas, allí mira hasta encontrar lo que busca, una piedra lo suficientemente grande.

Con ella en sus manos vuelve a la playa, donde yace el cuerpo, casi inmóvil.

Cuando advierte su llegada, la criatura revive y empieza a retorcerse, a estremecerse, a gemir por la garganta.

Allan se acerca y levantando la piedra por encima de su cabeza la deja caer contra la cara, produciendo un fuerte crujido.

Los brazos siguen agitándose, por lo que Allan vuelve a levantar la piedra y la deja caer una vez más y luego otra y sigue haciéndolo hasta asegurarse que ya no se mueve.

Entonces deja la piedra encima a modo de lápida, y se va hacia la red a ver si ha habido suerte y encuentra en ella un pez de buen tamaño.

Contento, lleva el pez de vuelta al faro, allí lo asa al fuego y se lo come con un poco de sal y pimienta.

A continuación asciende la escalera hasta la parte de arriba de la torre, sale por la pasarela y otea a lo lejos, en dirección al continente.

El mar ha traído uno de “ellos” y piensa que luego vendrán más.

Pero se queda tranquilo, por el momento, hasta donde alcanza la vista, solo se ve el mar, la inmensidad del mar.

(Nota del Autor: En vísperas del día de Navidad, un helicóptero de la R.A.F. (Royal Air Force) inglesa, que sobrevolaba la isla, halló a Allan Chambers en un lamentable estado de desnutrición, sucio, con las ropas andrajosas y una larga y espesa barba de varios meses.

Al terminarse los víveres de que disponía, se había alimentado de peces, cangrejos y moluscos que recogía en las rocas de la isla y bebiendo el agua de lluvia.

Presentaba un grave estado de desorientación producto del aislamiento y la soledad, por el que tuvo que recibir tratamiento psicológico durante varios meses en un centro especializado.

Cuando me entrevisté con él y me contó su historia, aunque aún presentaba secuelas, se recuperaba perfectamente, esperando abandonar en breve el centro para incorporarse a la vida normal).



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