Como muy bien me apuntaba y yo no recordaba, un seguidor de este blog, La Batalla de Nueva York, es tras Vacaciones en Bretaña, el segundo de los relatos pertenecientes a INFEC
ZION aparecidos en el blog, el primero de ellos ya hace unos meses.
Y como no hay dos sin tres, aquí va el titulado, La Isla, espero que os guste.
Para
él, Hush Island (La Isla del Silencio), como era conocida por
los habitantes de la zona, pese a su nombre no dejaba de ser un
pequeño islote rocoso frente a la costa inglesa, en medio del océano
Atlántico y a pocas millas del lugar donde había nacido, el pueblo
de Port Hope (Puerto Esperanza).
Allan
Chambers dudaba que el pequeño islote figurara en la mayoría de los
mapas e incluso de algunas cartas marinas.
Cuando
las cosas se pusieron realmente mal en todo el país, sobre todo en
las grandes ciudades, y no sabía adonde dirigirse, cargó su coche
con los alimentos que tenía en su apartamento, cogió su arma
reglamentaria y algo de ropa y enfiló el coche por la autopista,
dejando atrás el caos en que se había convertido la ciudad de
Manchester.
Allan
Chambers era inspector de policía, en su interior pensaba que quizá
había debido permanecer en su puesto, pero daba lo mismo, muchos de
sus compañeros estaban enfermos, muertos o habían huido junto a su
familia en busca de un lugar donde sobrevivir a la mortal gripe. Pero
él no tenía pareja, ni le esperaba nadie.
Ya
no hacía falta ser muy inteligente para darse cuenta que la ciudad,
pese al despliegue de tropas, se derrumbaba, lo mismo que todo el
Reino Unido y el resto del mundo.
En
un principio los servicios sanitarios fueron desbordados por la gran
cantidad de pacientes con gripe que acudían a los centros
hospitalarios, luego se supo que no había vacuna contra la nueva y
mortal cepa.
Fue
entonces cuando con un elevado índice de mortalidad, en muchos
sitios superior a un 30%, las autoridades de todas las naciones
anunciaron que los muertos por la enfermedad volvían a la vida, por
decirlo de alguna forma, para devorar a los vivos.
Si no eras
devorado, un simple arañazo o un leve mordisco servían para que la
enfermedad corriera por el torrente sanguíneo, para que la infección
te matara y te convirtiera en uno de ellos.
Abandonó
la autopista cuando un monumental atasco producido por los accidentes
de gran cantidad de coches, cuyos ocupantes intentaban huir de una
muerte segura, le impidió continuar.
Condujo
toda la noche por carreteras secundarias, evitando entrar en los
pueblos y ciudades que encontraba a su paso, permaneciendo atento a
las noticias que daban por la radio, hasta que esta calló
definitivamente.
Un
camino tortuoso y mal asfaltado le condujo hasta las cercanías de
Port Hope, el nombre del pequeño pueblo pesquero donde había nacido
treinta años antes.
Hacía
más de diez años que no iba allí, desde el entierro de su tío.
Sus primos también con el tiempo abandonaron el pueblo y no creía
que encontrara a nadie conocido, si es que allí quedaba alguien con
vida.
No
entró en el lugar, se apostó en una ladera cercana desde donde
divisaba todo el pueblo, incluido el puerto.
Definitivamente
no parecía haber personas vivas, desde allí con unos potentes
prismáticos observó el movimiento de los muertos vivientes en su
lento deambular por la población, en algunos lugares divisó los
restos sangrientos de carne y huesos de lo que fueron personas hasta
que sirvieron de alimento a sus vecinos.
Era
indudable que Port Hope había conocido tiempos mejores, las
casas de madera junto al puerto estaban faltas de una buena mano de
pintura, corroídas por el efecto del salitre.
El
césped del pequeño parque junto al ayuntamiento, donde había
jugado de pequeño estaba descuidado, el columpio y las otras
atracciones infantiles estaban medio rotas y los bancos de hierro
oxidados.
Antes
que la enfermedad, la crisis económica había matado al pueblo.
El
cierre de la fábrica de conserva de pescado, que era junto a la
pesca el verdadero motor de la economía local, llevó a los jóvenes
a abandonar el pueblo en busca de trabajo, la única entidad bancaria
que había en el pueblo cerro sus puertas poco después que lo
hiciera la pequeña industria conservera.
Algunos
de los patrones de los barcos, dejaron la pesca ya que eran más
grandes los gastos que los beneficios, por eso algunos de los barcos
pesqueros permanecían amarrados al muelle mientras su madera se
pudría.
Un
año antes también la luz del faro se apagó, el viejo farero murió
y el ayuntamiento decidió prescindir del puesto para ahorrar un
sueldo.
Pero
todo aquello había dejado de tener importancia, para Allan lo único
importante era observar los movimientos de los vecinos del pueblo,
convertidos en criaturas sin vida, algunos con terribles heridas, con
ropas ensangrentadas y sucias, y ver el modo de llegar hasta
una barca para hacerse a la mar en dirección al pequeño islote.
Poco
después del mediodía, recogió del coche la mochila y la bolsa de
deporte que llevaba y tras revisar la pistola, inició el descenso
hasta el pueblo.
Había
estado observando el movimiento de los zombies y había elegido la
ruta para llegar hasta el puerto, por donde estaba más despejado de
la presencia de ellos.
No
le costó ningún problema esquivar a los escasos cuerpos que
encontró en su camino hasta llegar al puerto, ya tenía decidido
dejar los barcos de pesca cuyo motor no sabía si funcionaría e
incluso podía alertar a los muertos de su presencia, cogería una
pequeña barca
de remos.
Así
lo hizo y empezando a caer ya la tarde, se deslizó en una barca, se
tumbó al fondo de ella cubriéndose con un toldo de plástico.
Con
la ayuda de un remo, abandonó el abrigo del puerto internándose
silenciosamente mar adentro.
Aunque
el faro ya no proyectaba su acogedora luz, sabía muy bien el camino
y el mar estaba tranquilo por lo que no tuvo problemas en cruzar las
oscuras aguas.
Era
noche cerrada cuando llegó a la isla, aunque la luna llena brillaba
tanto que rompía las sombras y casi había más luz que en pleno
día.
Podía
verlo todo con claridad y le permitió amarrar la pequeña barca al
embarcadero de madera sin ayuda de la potente linterna que llevaba en
la mano.
Se
dirige por la senda cuesta arriba hasta el abandonado faro situado en
lo alto de un acantilado. Cuando llega hasta el faro da una vuelta
alrededor para buscar la entrada, la puerta de madera está intacta y
parece sólida, por lo que decide romper el sucio cristal de
un ventanuco que hay en la parte trasera.
El
ser de una constitución delgada y ágil le permite acceder al
interior sin mayor problema, ya se ocupará a la mañana siguiente de
reparar en lo posible la ventana.
Como
ya sabía por las veces que acompañó a su tío a visitar al farero,
en la base del faro hay una habitación circular que era la modesta
vivienda de este.
Como
mobiliario hay una mesa y dos sillas de madera, un viejo catre en un
rincón de la pared junto a la escalera y oculto tras una cortina un
pequeño aseo con un lavabo y un inodoro.
También
está la cocina con un hornillo de gas y una cazuela de hierro
ennegrecido junto con algunos vasos, platos y cubiertos.
Encuentra
un par de botellas de Ginebra casi llenas y algunas latas de conserva
a punto de caducar.
Allan
piensa que ha tenido suerte, hay cosas que podrá aprovechar, como la
comida, unas viejas mantas que hay para combatir el frío y un par de
quinqués que le procurarán algo de luz.
Sabe
que bajo la alfombra que hay junto al catre se abre en el suelo una
trampilla que lleva a un frío y húmedo sótano. La abre, baja los
tres escalones de madera y encuentra un estante cubierto de polvo
donde hay una caja con velas, cerillas, anzuelos, un botiquín, una
pistola lanzabengalas con una caja de bengalas y colgadas de unos
clavos en la pared unas redes de pesca.
Se
encuentra agotado, así que sube hasta la habitación enciende una
vela y se sienta en el catre, a continuación abre la mochila y saca
una lata de carne para cenar, más tarde extrae de la bolsa de
deporte un saco de dormir, se mete dentro de él y apaga la vela.
Se
despierta al mediodía, come media lata de judías y sube por la
escalera de caracol hasta la cumbre del faro, deteniéndose en la
mitad del recorrido, en el rellano, para recuperar el aliento
mientras nota en el rostro el sol que penetra por la sucia ventana.
Al
llegar arriba del todo, da una vuelta por la pasarela, observando el
inacabable y profundo océano y mirando después en dirección hacia
la costa, buscando entre las nubes la ubicación del continente.
Por
la tarde repara la ventana con unos clavos y maderas que encuentra en
el sótano, junto con unas revistas viejas y latas de queroseno.
Luego
adecenta y limpia lo mejor posible el faro preparándolo para una
estancia que puede ser larga.
Encuentra
oculta entre unas revistas viejas una llave de hierro bastante
oxidada, la prueba en la puerta de entrada al faro y comprueba con
satisfacción que abre la misma. Ahora podrá abandonar el faro sin
tener que dejar la puerta abierta.
Antes
que baje más la temperatura, sale a dar una vuelta por los
alrededores del faro y piensa a la mañana siguiente en acercarse
hasta la playa para echar las redes y reconocer toda la isla.
Se
fuma el primer cigarrillo del día y deja que el olor a mar y salitre
tan diferente al de la muerte de estos días atrás, inunde sus fosas
nasales.
Su
mirada se pierde en el horizonte mientras apura hasta el último de
los rayos de sol y deja que le embargue la terrible soledad en que se
encuentra.
Cuando
comienza a hacer más frío, se aprieta la gruesa cazadora de corte
militar alrededor del torso y da media vuelta hasta el faro.
Una
vez dentro se sirve un vaso de ginebra y se sienta en el catre
esperando que caiga la noche, mientras escucha el viento del océano
que silba con fuerza por el hueco de su nuevo hogar.
Los
días van pasando, luego las semanas y más tarde los meses.
Su
vida transcurre entre la monotonía y el tedio, a la desesperación
inicial ha seguido la resignación, ya asume que nadie le va a venir
a rescatar, que no va a aparecer un barco en el horizonte saludándole
con la sirena.
Se
considera un nuevo Robinson Crusoe y está firmemente
convencido que el mundo está muerto y dominado por los zombies y
pese a eso se ha impuesto una serie de normas que cumple a rajatabla
todos los días.
Al
levantarse hace footing por el terreno rocoso hasta
descender a la cercana playa, allí completamente desnudo se da un
baño en las frías aguas y luego aprovecha si hace sol para tenderse
en la arena hasta secarse.
Ya
de vuelta se acerca hasta donde tiene tendidas las redes y recoge si
ha habido suerte uno o dos peces, baja hasta las rocas al bajar la
marea y coge cangrejos.
Luego
raspa con la navaja las rocas hasta separar de ella los moluscos que
están adheridos, mientras va racionando el tabaco y las conservas
para cuando no haya pesca.
Una
noche la borrasca trae una fuerte tormenta a la isla, los relámpagos
iluminan el faro mientras la lluvia cae sin parar durante horas y las
olas rompen contra las rocas violentas y atronadoras.
A
la mañana siguiente durante el paseo por la isla para revisar las
redes ve un bulto tendido en la playa, decide acercarse con
precaución, al principio es sólo una forma oscura recortada contra
la blanca arena, y la examina a distancia.
Espera
durante un tiempo pero el cuerpo no se mueve, así que decide
acercarse con cuidado, se trata de un hombre enterrado cabeza abajo
en la arena, medio hundido.
Lo
arrastraría la corriente durante la noche, el rasgado faldón de su
camisa se agita al viento como si se tratase de una bandera.
Hay
algo extraño en la manera en que está el cuerpo caído, la parte
inferior de la espalda tiene un ángulo anormal y todo parece indicar
que tiene la espalda rota.
Ha
visto ese tipo de lesión antes, en accidentes de tráfico, si
estuviera vivo iba a estar condenado a vivir en silla de ruedas hasta
el resto de sus días.
Tiene
el pelo negro, enmarañado y lleno de arena, y sus manos están
rasgadas y azules.
Levanta
el pie y empuja el cuerpo del hombre con precaución.
No
sucede nada, así que vuelve a empujar, esta vez con más fuerza.
Entonces
el hombre empieza a retorcerse.
De
su garganta salen unos sonidos que no parecen humanos, gruñidos
salvajes de ira y frustración.
Como
si se le hubiera aplicado una descarga eléctrica el cuerpo se agita
y sus brazos parecen hacer fuerza para incorporarse, pero es un
muñeco roto, un juguete estropeado incapaz de funcionar bien.
Se
acerca demasiado al cuerpo y una de las manos le intenta agarrar del
tobillo, pero le sacude una patada.
Allan
se echa hacia atrás un poco, coloca los pies contra el torso del
hombre y empuja el
cuerpo con fuerza, de manera que le consigue dar la vuelta y lo deja
boca arriba.
El
cuerpo sigue moviendo un brazo como si quisiera cogerle,
definitivamente es uno de “ellos”, quien sabe como cayó al mar y
este le trajo hasta la isla.
Allan
se arrodilla junto al rostro descubierto, le falta la casi totalidad
de la mandíbula, junto con uno de los ojos. La cara es de un color
gris ceniza y rasgada por muchas heridas, en el pómulo, un mordisco
quizás, ha arrancado una parte de la piel que se ha deslizado hacia
atrás, dejando al descubierto el blanco amarillento del hueso y el
cartílago.
El
espacio donde estaba el ojo es ahora una blanda viscosidad mezclada
con sangre, mientras el otro sin pupila y aunque falto de vida parece
mirar lleno de odio.
Abre
la boca como si quisiera coger aire y los dientes podridos y negros
chasquean intentando morderle, mientras mueve la cabeza sin dejar de
retorcerse.
– Deja
de pelear contra tu destino, le dice Allan. Tienes la espalda rota y
no vas a ir a ninguna parte. Ya deberías estar muerto, totalmente
muerto.
Suspira
y echa un vistazo a la distancia, por encima de las nubes bajas,
hasta el ancho y llano continente.
– ¿Por
qué has venido aquí?, le pregunta, aún sabiendo que no va a
responderle..
Lanza
un suspiro hondo y prolongado y se va caminando hacia las rocas
cercanas, allí mira hasta encontrar lo que busca, una piedra lo
suficientemente grande.
Con
ella en sus manos vuelve a la playa, donde yace el cuerpo, casi
inmóvil.
Cuando
advierte su llegada, la criatura revive y empieza a retorcerse, a
estremecerse, a gemir por la garganta.
Allan
se acerca y levantando la piedra por encima de su cabeza la deja caer
contra la cara, produciendo un fuerte crujido.
Los
brazos siguen agitándose, por lo que Allan vuelve a levantar la
piedra y la deja caer una vez más y luego otra y sigue haciéndolo
hasta asegurarse que ya no se mueve.
Entonces
deja la piedra encima a modo de lápida, y se va hacia la red a ver
si ha habido suerte y encuentra en ella un pez de buen tamaño.
Contento,
lleva el pez de vuelta al faro, allí lo asa al fuego y se lo come
con un poco de sal y pimienta.
A
continuación asciende la escalera hasta la parte de arriba de la
torre, sale por la pasarela y otea a lo lejos, en dirección al
continente.
El
mar ha traído uno de “ellos” y piensa que luego vendrán más.
Pero
se queda tranquilo, por el momento, hasta donde alcanza la vista,
solo se ve el mar, la inmensidad del mar.
(Nota
del Autor: En vísperas del día de Navidad, un helicóptero
de la R.A.F. (Royal Air Force) inglesa, que sobrevolaba la
isla, halló a Allan Chambers en un lamentable estado de
desnutrición, sucio, con las ropas andrajosas y una larga y espesa
barba de varios meses.
Al
terminarse los víveres de que disponía, se había alimentado de
peces, cangrejos y moluscos que recogía en las rocas de la isla y
bebiendo el agua de lluvia.
Presentaba
un grave estado de desorientación producto del aislamiento y la
soledad, por el que tuvo que recibir tratamiento psicológico durante
varios meses en un centro especializado.
Cuando
me entrevisté con él y me contó su historia, aunque aún
presentaba secuelas, se recuperaba perfectamente, esperando abandonar
en breve el centro para incorporarse a la vida normal).
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