lunes, 26 de marzo de 2018

Cuentos Malditos IV

                       
                                            

                                         Mesa para dos


Hasta los astros parecía que se habían confabulado para que la noche fuera perfecta, una agradable y refrescante brisa movía los árboles frente al lugar y parecía querer alejar las nubes que presagiaban la llegada de la lluvia.
Aquel restaurante francés, era el lugar de moda en la ciudad y por eso se encontraba totalmente lleno aquel sábado por la noche.
Carlos se congratulaba ahora de haber reservado la mesa con varios meses de antelación, aunque era bastante caro no había dudado por un instante en celebrar allí su décimo aniversario de boda.
– ¿Están buenas las costillas cariño?, preguntó ella.
El se detuvo un momento, dejando de desmenuzar la carne que separaba del hueso con la precisión quirúrgica de un cirujano, depositó el cuchillo y el tenedor sobre el plato y acercó la servilleta a su boca antes de contestar.
– Magníficas, están en su punto querida y la salsa está realmente deliciosa. Y tu filete, ¿no está poco hecho?, dijo, mirando el grueso corte de carne que inundaba de sangre el plato al cortarlo.
– No querido, respondió ella, ya sabes que la carne me gusta casi cruda, está tan tierna y jugosa que se deshace en la boca.
– ¿Está todo a gusto de los señores?, la educada voz del maitre del restaurante interrumpió la conversación. 
Carlos se volvió hacia el elegante maitre, al que conocía desde que  acompañaba a su jefe a comer, junto a algún importante cliente de la empresa donde trabajaba.
– Todo perfecto, como siempre René. Algún día me contarás vuestro secreto.
– Es la carne, señor. Trabajamos con los mejores proveedores, dijo el maitre, nuestro chef es muy exigente con la calidad y solo escoge las mejores piezas de carne para nuestros clientes.
La cena siguió discurriendo en aquel agradable ambiente y Carlos miraba ensimismado a Celia, no había ninguna mujer tan bella en el salón del lujoso restaurante. Su largo cabello rubio parecía resplandecer en contraste con la palidez de su piel.
Un golpe seco y fuerte sonó en uno de los ventanales del restaurante, al que acompañaron inmediatamente los gritos de espanto de alguna mujer.
Algunos de los comensales sentados en las mesas cercanas a aquel ventanal se levantaron indignados, se escucharon voces de protesta entre los clientes, mientras algunos de ellos recorrían con la mirada el restaurante en busca de ayuda.
Inmediatamente apareció el maitre, flanqueado por algunos de los camareros.
Carlos hizo un mohín de disgusto, en aquel momento había comenzado a llover con fuerza y apoyado en el cristal de uno de los ventanales, un indigente vestido con una sucia y raída gabardina, con el pelo enmarañado, golpeaba rítmicamente el cristal, como si pretendiera entrar, mientras miraba a los comensales con ojos de odio.
A una señal del maitre los camareros corrieron las cortinas de los ventanales para evitar aquella desagradable visión. El maitre por su parte comenzaba a esbozar unas palabras de disculpa:
– Les pido perdón por el incidente señores. Ya hemos llamado a la  policía y no tardará en llegar para llevárselo. Mientras tanto, por  favor sigan disfrutando de su cena. Nuestro personal les servirá a los postres, una copa de nuestro cóctel especial obsequio del restaurante.
Un minuto más tarde en el exterior, se escucharon sirenas policiales, los destellos azules y rojos de las luces se reflejaban a través de las cortinas.
Carlos, curioso, no puedo evitar descorrerlas lo suficiente para ver como un par de policías de uniforme inmovilizaban y llevaban a rastras al vagabundo hasta el coche patrulla. Cerró la cortina al notar la mirada de desaprobación de ella, al sentir como le miraba con sus ojos sin pupila. Carlos no podía evitarlo, en el fondo aquellos desgraciados le daban pena, aunque sabía que Celia, su mujer, no era de la misma opinión.
El comedor había recuperado la tranquilidad anterior al incidente, así que sirvió otra copa de vino a su mujer, mientras pensaba lo afortunados que habían sido al ser contagiados y morir a causa de aquella gripe, para volver a la vida pocas horas después.
Al principio habían pasado por malos momentos, huyendo de los supervivientes que les llamaban zombies o muertos vivientes y querían acabar con ellos, pero ahora las cosas habían cambiado y formaban parte de la casta dominante.Alejó todos aquellos pensamientos del trozo de cerebro que aún conservaba, el resto lo había perdido por culpa del disparo de una escopeta de caza.
No podía dejar que nada enturbiara aquella magnífica velada.
Más tarde, cuando abandonaron el local, con aquel paso vacilante propio de los zombies, para dirigirse a su casa, Carlos no dejaba de reconocer que en ningún restaurante de la ciudad sabían preparar la
carne humana como en Le Parisien.


 

 

 

 

 

 
 

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