miércoles, 15 de marzo de 2017

Cuentos Prohibidos: VI - La Playa


En la vieja furgoneta de color amarillo, con dibujos de flores y el signo de la paz pintados,
sonaba en el compact disc, la canción, “Touch of Grey” de Grateful Dead.
El rasgueo de la guitarra de su líder Jerry García, se eleva hacia el cielo donde el sol se
hunde lentamente en el horizonte, dejando caer sobre la cinta gris de la carretera, un color anaranjado bastante triste y nostálgico.
Nostalgia, eso era en verdad lo que les unía, a Chus, Goyo y Lali.

Les habría gustado vivir como hippies, vestían como si aún estuvieran en el festival de Woodstock , fumaban hierba todo el tiempo y cuando podían se pegaban un viaje de LSD.
El viaje comenzó una semana antes, cuando abandonaron la comuna de una barriada de
Getafe, partiendo hacia la costa de Girona.
Eran unas vacaciones bordeando la costa mediterránea, acampando cerca de arboledas o

en calas cercanas a poblaciones catalanas de la Costa Brava.
Aunque ellos lo llamaron "vacaciones", la verdad es que de ello tenían bien poco.
Trabajar, lo que se dice trabajar, solo lo hacía Lali,  que haciendo pulseras, muñequeras o cualquier tipo de abalorio en cuero y que vendía en el mercado o en las ferias, sacaba algo
de dinero.
Por su parte, Chus, su pareja, se consideraba a si mismo un artista.
Sus "obras" se podían admirar en las paredes de la comuna o en los grafitis pintados

en los vagones del metro, lo que le había supuesto más de alguna vez, el tener que salir corriendo delante de los "seguratas". Chus nunca había sido muy amigo de doblar el
lomo, así que vivía de lo que sacaba Lali.
Goyo, era hijo de un abogado de la clase media/alta madrileña militante del PP, que le ingresaba en el banco una asignación mensual, con tal de que no se acercara por casa.
Goyo, se confesaba militante de Podemos y llevaba el pelo recogido en una coleta, en un patético intento de parecerse a Pablo Iglesias.
Según contaba era bisexual, aunque para Chus realmente era "más maricón que un palomo cojo".

Lo cual, en cierta manera, le venía bien a Chus, que aunque no se consideraba celoso, 
no tenía que preocuparse en que se acercara a Lali, que tomando una dosis de ácido
y un par  de "birras", se encamaba con cualquiera.
Ya detenido el vehículo al lado de un bosque, y mientras Chus se liaba un porro, poniendo
los pies sobre la mesa de playa que habían plantado, junto a la puerta corrediza de la furgoneta, de pie, a su lado, Lali observaba a lo lejos el cercano pueblo.
Mientras tanto Goyo, limpiaba un poco el interior del vehículo, el hombre de algo más de treinta años de edad, lanzaba al exterior latas de cerveza vacías, arrugadas bolsas de patatas fritas, la ropa sucia, y vaciaba el cenicero.
Goyo salió, justo en el momento en que su "colega", un par de años menor que él, se

encendía el porro.
— ¿Me das una calada?, dijo Goyo, limpiar toda esa mierda me ha dado ganas de fumar, mientras abría la nevera portátil para sacar tres cervezas.
Chus le dio la primera calada mientras abría la lata de cerveza y después se lo pasó a su amigo, el cual tosió cuando fumó de aquel porro bien cargado de marihuana.
— He pensado que esta noche podríamos ir hasta el pueblo, no está muy lejos y creo que nos merecemos una buena cena, dijo Chus, harto del "bocata" de chorizo pamplonés o de atún en aceite.
Luego los tres amigos se sentaron allí , pasándose el porro de mano en mano, mientras observaban el atardecer.
Horas más tarde, en el bar "Can Porta", situado en una pequeña placeta, alejado del

bullicio de los concurridos restaurantes del paseo marítimo, cenaban los tres "colegas".
No había mucha gente, algún turista despistado y poco más.
No era extraño porque allí no iba nadie, la comida era una autentica basura, las Patatas Bravas cubiertas de una salsa de tomate de bote no picaban, los Calamares a la Romana erancongelados y dejaban mucho que desear, la verdad, el rebozado se había quemado y

su interior era de una textura gomosa. Y lo que era peor, las cervezas Mahou, estaban más bien templadas que frías.
Luego llegaron los carajillos, excesivamente cargados de coñac barato.
Entre la “fumada” que llevaba y mientras se liaba otro porro más, Chus se bebió el

carajillo de un trago, mientras ponía los pies sobre la silla de enfrente, justo al lado de Goyo.
Luego pidió otra ronda de carajillos y encendió el porro que con tanto cuidado había liado. Chus dio una larga calada para después soltar el humo despacio, deleitándose, haciendo

círculos de humo, antes de pasar el porro a Lali.
Los tres "colegas" compartieron el porro y el silencio de aquella noche, apenas roto por el ruido de vidrio de los vasos que hacía el camarero que recogía las mesas de la terraza y el dueño del local limpiando la barra. Pidieron la cuenta mientras terminaban el porro.
Cuando hubieron pagado, caminaron por callejuelas estrechas y las calles adoquinadas del centro histórico de aquella pequeña localidad de la Costa Brava, en busca de la furgoneta aparcada junto al paseo marítimo.

Las chancletas de los amigos sonaban al golpear contra  la acera como castañuelas de "bailaoras" de flamenco
Chus, iba unos metros por delante, paseaba relajado ya que llevaba una “fumada” considerable, mirando al mar desde el paseo marítimo, la noche estaba tranquila y con la

luna como única espectadora.
Detrás suyo, Goyo que había terminado de hacer un porro, lo encendió y la larga calada que dio le provocó un fuerte ataque de tos.
Llegaron hasta el pequeño puerto donde estaban amarradas unas cuantas barcas de pesca.

Allí sentado en un noray y con la mirada perdida más allá del mar, un anciano con una gorra de marino en la cabeza, encendía una vieja pipa.
El aroma del tabaco, llegó hasta las fosas nasales de Chus, que dirigió sus pasos hasta aquel hombre.
— Eh abuelo, no le gustaría más fumarse un porro, dijo entre risas, al mismo tiempo que

se lo arrebataba a Goyo, para dárselo.
El anciano rehusó la invitación y tuvo que aguantar durante unos minutos las bromas pesadas de los tres "colegas. Cansado de aguantar chanzas y empujones, se levantó para irse, luego como pensándolo mejor se dio la vuelta, dirigiéndose a los tres.
— Si queréis ir a una playa donde estar tranquilos, lejos de las otras playas masificadas.

Yo os indicaré el lugar. Si dejáis el pueblo por la carretera principal, un kilómetro después, veréis un desvío a la derecha, que os llevará por un camino de tierra que discurre
paralelo a la costa.
El anciano se detuvo por un instante, para encender la pipa que se había apagado.
- Dos kilómetros después, prosiguió, llegareis hasta una enorme pinada. Escondida bajo el pinar, existe una cala con una pequeña y hermosa playa secreta que sólo conocen la gente del pueblo y algunos turistas.
Sin decir nada más ni esperar respuesta, el anciano se alejó caminando, hasta que pareció
que se lo tragaba la noche.
La noche para ellos continuó en repletos garitos. Con las primeras luces del día cogieron la furgoneta, con la intención de dirigirse a aquella tranquila playa, para bañarse, tomar el

sol y dormir un rato.
Siguiendo las indicaciones del anciano, no les fue difícil encontrar el lugar.
Aparcaron la furgoneta junto al pinar, cogieron sus mochilas y la nevera portátil, descendiendo por un camino de tierra hasta la recóndita cala.
El viejo, pensó Chus, no les había mentido, el lugar era ciertamente hermoso y de un silencio impactante.
Atrás quedaron las atestadas playas de bañistas con pieles enrojecidas, de sombrillas clavadas en la arena cristalina y de críos jugando a la pelota.
La belleza de la pequeña playa era impresionante. Pero lo que realmente les impactó, fue el color de la arena. No era blanquecina o de color dorado, como el resto de las playas de aquella localidad, sino de color rojo.
De un rojo brillante. Rojo sangre.
Recorrieron de punta a punta la pequeña playa A pesar de su color intimidante, la textura

de la arena era suave. Aun más suave que la de cualquier otra playa.
Era temprano y el sol calentaba tímidamente sus cuerpos. El agua del mar se mantenía mansa, estancada y serena.
Chus, que adoraba la pintura, pensaba que la playa era un hermoso cuadro, un lienzo que la naturaleza había coloreado con sus pinceles.
Extendieron las toallas y poco tiempo tardó Lali en meterse en el agua, completamente desnuda.
Ellos refrescaron sus gargantas con la cerveza fría que traían en la nevera portátil.
Cubrieron sus cuerpos con varias capas de protector solar, se tumbaron en las toallas y cerraron los ojos.
Ajena a todo, Lali no vio una extraña bruma roja, que se acercaba a la playa, surgiendo desde lo más profundo del mar.
Chus se despertó de repente, al llegar a sus fosas nasales un fuerte olor a quemado y gritó viendo como aquella neblina tóxica, que flotaba en el aire, se acercaba hasta una sorprendida Lali, que incapaz de reaccionar, era absorbida rápidamente.
Intentó levantarse y sintió una punzada de dolor. Sus piernas estaban enrojecidas y pobladas de pústulas que reventaban una tras otra, mientras se quemaba.
Gritó con toda su fuerza. Quiso moverse, pero estaba sumido en una parálisis que sólo le permitía mover los ojos.
Miró a Goyo, tendido en una toalla a su derecha, de su piel, casi carbonizada, manaba un líquido brillante proveniente de pústulas reventadas y tenía el bañador en llamas.
Chus, regresó la mirada a su propio cuerpo. Ahora su abdomen y brazos también se llenaban de ampollas.
Su bañador ardía y el dolor era insoportable, mientras su cuerpo se fundía integrándose

en la arena.
Alejó la mirada de Goyo, incapaz de seguir viendo como su cuerpo quemado era tragado

por la arena roja.
Lo último que vieron sus ojos fue aquella niebla roja que ocultaba el sol, pasando por encima de él, antes de que su cuerpo se derritiera.
Varios días después, un anciano de con los ojos cansados y una gorra de marino en la cabeza, paseando se detuvo frente al pinar.
Dos policías locales se habían apeado de su vehículo y examinaban una vieja furgoneta amarilla, con dibujos de flores y el signo de la paz pintados.
Se acerco hasta ellos, levantando una mano en señal de saludo.
— Bona tarda, Joan, dijo uno de los policías, mientras llamaba por la emisora del coche a su central, para darles la matrícula de la furgoneta abandonada.
Al mismo tiempo su compañero que examina los alrededores en busca de los dueños de la furgoneta, desciende hasta la playa.
En el pinar no se veía a nadie y desde luego en la playa tampoco estaban, ni había ropa,

toallas o cualquier cosa que indicara los dueños del vehículo habían llegado hasta allí.
El policía contempla como los últimos rayos de sol se pierden entre las escasas nubes

que hay en el horizonte, mientras las olas rompen antes de llegar a la orilla de la playa.
El atardecer se refleja en el mar, que va adquiriendo una amplia gama de tonos entre

azules y anaranjados que se funden con aquel cielo malva y rosa.
Realmente es un hermoso paraje.
El anciano se despide de los policías y mueve la cabeza en un gesto de pesar. Luego se da la vuelta encaminándose hacia el pueblo.
Al mismo tiempo piensa que, a veces, unas tranquilas vacaciones se pueden convertir en una pesadilla.
En fin, ahora los restos de las tres personas formaban parte de la arena, a la que habían

servido de alimento.
Arena que de vez en cuando crecía, gracias a los afortunados turistas, elegidos por él

mismo,  que visitaban aquella hermosa playa escondida en una recóndita cala.
La playa de arena de un color rojo brillante. Rojo sangre.

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