Cuentos Malditos y que iremos publicando en sucesivas entregas.
Cuentos Malditos, participó en el Premio de Novela Operación Tagus 2016 - 2017, junto a casi 300 obras más. Llegó hasta la tercera fase, siendo la vigésima obra más votada.
El Condenado
Según dicen, se encuentra escrito en el Libro de los Antiguos, que entre los restos áridos de un antiguo río, un hombre extrae una gota de agua de la arena, intentando en vano saciar su sed.
El desdichado camina por los siglos, condenado por un rey cruel a vagar con sed eterna, cometió el pecado de amar a una mujer ajena.
Khala, de rostro hermoso y cuerpo lascivo, esposa del Rey Elam, conquistó el corazón del hombre y con ello le sentenció al exilio eterno.
Besos secretos, caricias disimuladas y ocultas pasiones se sucedieron en el dormitorio de ella, mientras el rey dormía el sueño profundo producido por la narcotizante pócima que ella, noche tras noche, vertía en su copa de vino.
Durante muchas lunas mancillaron juntos el lecho del rey, hasta que las dudas y las sospechas comenzaron a nidar en el corazón del monarca.
Khala, rostro de niña, cuerpo de mujer y maneras de cortesana, condenó a su amante a los pies del marido para que no se supiera de su amorío.
Hincó las rodillas ante el monarca y acusó al hombre de acoso e insinuaciones impropias.
Kasim, con la ingenuidad de un corazón enamorado, cerró los labios y calló para siempre para no dañarla.
El amante escuchó la sentencia del ofendido rey:
– El agua huirá a tu paso. Cuando puedas beber, lo harás sin saciar la sed, que día a día, ira creciendo en ti. Desearás que te llegue la muerte, más no perecerás por ello.
Palabras malditas, ese fue el único equipaje del amante, rumbo al exilio en el cercano desierto.
Según dicen, se encuentra escrito en el Libro de los Antiguos, que entre los restos áridos de un antiguo río, un hombre extrae una gota de agua de la arena, intentando en vano saciar su sed.
El desdichado camina por los siglos, condenado por un rey cruel a vagar con sed eterna, cometió el pecado de amar a una mujer ajena.
Khala, de rostro hermoso y cuerpo lascivo, esposa del Rey Elam, conquistó el corazón del hombre y con ello le sentenció al exilio eterno.
Besos secretos, caricias disimuladas y ocultas pasiones se sucedieron en el dormitorio de ella, mientras el rey dormía el sueño profundo producido por la narcotizante pócima que ella, noche tras noche, vertía en su copa de vino.
Durante muchas lunas mancillaron juntos el lecho del rey, hasta que las dudas y las sospechas comenzaron a nidar en el corazón del monarca.
Khala, rostro de niña, cuerpo de mujer y maneras de cortesana, condenó a su amante a los pies del marido para que no se supiera de su amorío.
Hincó las rodillas ante el monarca y acusó al hombre de acoso e insinuaciones impropias.
Kasim, con la ingenuidad de un corazón enamorado, cerró los labios y calló para siempre para no dañarla.
El amante escuchó la sentencia del ofendido rey:
– El agua huirá a tu paso. Cuando puedas beber, lo harás sin saciar la sed, que día a día, ira creciendo en ti. Desearás que te llegue la muerte, más no perecerás por ello.
Palabras malditas, ese fue el único equipaje del amante, rumbo al exilio en el cercano desierto.
Allí junto con la sed sin fin, el rencor creció.
Caminó bajo la tierra hirviente que quemaba sus sandalias, el sol desnudo hizo que ardiera su piel, mientras buscaba la sombra escasa de un incierto oasis que le aliviara.
De un espejismo bebió la arena, mientras recordaba a la pérfida mujer de rostro hermoso y alma vil.
El hombre descubrió que se puede llorar con los ojos resecos, aunque no te queden lágrimas, hasta quedar ciego.
El desierto se bebió de su boca los agrietados labios, como castigándolo por haberlos cerrado.
Caminó bajo la tierra hirviente que quemaba sus sandalias, el sol desnudo hizo que ardiera su piel, mientras buscaba la sombra escasa de un incierto oasis que le aliviara.
De un espejismo bebió la arena, mientras recordaba a la pérfida mujer de rostro hermoso y alma vil.
El hombre descubrió que se puede llorar con los ojos resecos, aunque no te queden lágrimas, hasta quedar ciego.
El desierto se bebió de su boca los agrietados labios, como castigándolo por haberlos cerrado.
El sol abrasó su piel y la cubrió de llagas, quemó su rostro e hizo que cayera su pelo.
Con la boca seca, la piel quemada y el corazón encendido de rabia, invocó a los dioses del desierto clamando misericordia y venganza, ofreciendo su sangre y su alma como pago.
Los dioses escucharon sus lamentos y sus plegarias, las dunas se abrieron y le enviaron a los chacales.
Estos se abalanzaron violentos sobre el consumido cuerpo del hombre. Lenguas corrosivas lamieron sus heridas y envenenaron su sangre, sus mordiscos salvajes destrozaron la quemada carne y el desierto ávido y sediento tragó su sangre.
Se levantó de la tierra, convertido en una figura inhumana de ojos vacíos, se puso en marcha en pos de su venganza, renacido en una criatura sin nombre, aunque los escritos le llamaron muerto viviente.
Caminó incansable día y noche seguido por aquellas bestias sin alma y sin misericordia. Gigantescos gusanos de la arena, mandados por los dioses del desierto, le seguían también en su peregrinar.
Caminó hasta los bordes de la ciudad donde nació en su vida pasada.
Allí lanzó un grito de dolor, que dicen, aunque nadie sobrevivió para contarlo, consiguió que se helara la sangre en las venas de sus habitantes.
Una inmensa tormenta de arena se desató a su voz, enterrando las casas. A su mandato las bestias devoraron a la gente, regando de rojo las dunas sedientas.
El que antaño fuera hombre, anduvo entre las calles y cosechó las vidas de todo el que halló. Siguió su rumbo por el desierto asolando los pueblos del reino de Elam, tiñó de sangre el camino hasta el palacio del rey y preparó a sus chacales para un nuevo festín.
El Rey Elam lloró sincero la muerte de su pueblo, pero sus lágrimas no paliaron la sed de venganza del desierto.
Un viento maldito se levantó y las dunas violentas invocadas por el muerto viviente rompieron contra los muros de piedra del palacio, derribándolos y hundiéndolos bajo las arenas.
Con el palacio casi sumergido bajo la arena, el rey no tuvo poder contra el desierto. De las entrañas de las dunas, salieron arrastrándose los gigantescos gusanos de la arena que devoraron a príncipes y cortesanos, a vasallos y señores.
El rey peleó sin esperanza, mientras cientos y cientos de chacales surgían del desierto devorando a sus generales y soldados.
Cuando hubo caído el último de sus hombres, el Rey Elam arrojó la espada e hincó la rodilla, alzó sus brazos, suplicando el perdón a los dioses del desierto.
Las dunas se abrieron reclamando su sangre y arenas movedizas engulleron su cuerpo.
El Rey Elam quiso asirse a la arena que escapó de sus dedos, agitó las manos y trató de aferrarse a ella, hasta que desapareció por completo.
Una vez muerto el rey, el desierto escupió sus restos desecados para comida de los buitres que sobrevolaban el lugar, esperando su parte del festín.
Khala, prometida desde su infancia y entregada al rey siendo apenas una niña, primero concubina, luego reina y después ramera, se arrodilló suplicando al hombre.
Pese al asco, que su aspecto le producía, sollozó arrepentida pidiendo clemencia en nombre de su amor pasado.
Le juró amor eterno para salvar su vida y rasgó el vestido que la cubría, para mostrarle el incipiente embarazo que tenía e imploró por el vástago de Kasim que decía, llevaba en su vientre.
Pero él no tenía ojos que vieran, ni oídos que oyeran, ni corazón que sintiera. Sólo le quedaba la rabia y su deseo de venganza.
Khala, la reina maldita, la que trajo la desgracia a su rey y a su pueblo, fue engullida por las arenas del desierto.
Cuenta la leyenda, aunque no se si creerlo, que algunos días si alguien fija la vista en el desierto, puede ver a los lejos cuando el viento levanta la arena de las dunas, al que antes fuera hombre y ahora es un muerto viviente, caminar bajo el sol seguido por los chacales.
El Guardián
Los pasos resonaban sobre los charcos del suelo adoquinado.
El aliento de Laura, convertido en vaho, se mezclaba con el frío de la noche.
El corazón le latía con furia, amenazando con salir de su pecho.
Corría bajo una luna plateada casi oculta por un espeso manto de nubes.
No corría por el placer de hacerlo, Laura huía. Huía de algo que le había helado la sangre, de lo más aterrador que había visto en sus trece años de edad.
Todo había empezado con una estúpida apuesta, la típica estupidez que solían hacer en su pandilla de amigos para demostrar lo valientes que eran.
Ella era una chica y por tanto ninguno de sus amigos confiaba en que fuera capaz de entrar en la tienda, pero Laura estaba dispuesta a demostrarles lo contrario. Incluso al idiota de Ramón, que siempre se burlaba de ella, le costó un puñetazo más que merecido.
Lo cierto es que todo el mundo en "La Puebla del Álamo", en su pueblo, conocía la vieja tienda de antigüedades.
Llevaba décadas abandonada y su dueño, pese a que seguía colgado en su parte delantera el letrero de la agencia inmobiliaria, hacía tiempo que había perdido la esperanza de vender, o al menos alquilar el local.
En su interior decían que se encontraban objetos tan raros y valiosos que podían venderse sin dificultad a cualquier coleccionista por varios miles de euros.
Según contaba la gente mayor del pueblo, tras la muerte de su dueño, todo aquel que se había interesado por adquirir el local había desaparecido e incluso un anticuario que había llegado de la ciudad para volver a abrir la tienda, apareció degollado una mañana en medio de la calle Mayor.
Nadie cruzaba la puerta de la tienda, nadie había intentado entrar a robar, incluso la gente del pueblo cambiaba de acera al pasar junto a ella.
¿Cuál era el motivo?, simple sentido común.
La tienda estaba envuelta en una leyenda que hablaba de un extraño ser que dormitaba en su interior cuidando de las antigüedades, y los habitantes del pueblo eran extremadamente supersticiosos y temerosos para dudar de ello.
El ser, al que todo el mundo llamaba El Guardián, contaban a los niños los mayores, que había hecho desaparecer a varios hombres y mujeres.
Laura y sus amigos se reunieron frente al local. Paula, su mejor amiga, junto con las otras chicas de la pandilla intentaron hacerla desistir, pero ella estaba dispuesta a seguir con la apuesta.
La apuesta consistía en entrar en la tienda y robar una antigüedad o un objeto de valor para demostrar su valía al resto del grupo.
Pablo, el hijo del dueño de la inmobiliaria, le entregó la vieja llave de hierro de la puerta de la entrada que le había arrebatado a su padre y una linterna.
Se acercó hasta la puerta del local, sujetó el pomo de la puerta y se volvió echando una última mirada a sus amigos que le animaban a que entrara.
Con la boca seca, la piel quemada y el corazón encendido de rabia, invocó a los dioses del desierto clamando misericordia y venganza, ofreciendo su sangre y su alma como pago.
Los dioses escucharon sus lamentos y sus plegarias, las dunas se abrieron y le enviaron a los chacales.
Estos se abalanzaron violentos sobre el consumido cuerpo del hombre. Lenguas corrosivas lamieron sus heridas y envenenaron su sangre, sus mordiscos salvajes destrozaron la quemada carne y el desierto ávido y sediento tragó su sangre.
Se levantó de la tierra, convertido en una figura inhumana de ojos vacíos, se puso en marcha en pos de su venganza, renacido en una criatura sin nombre, aunque los escritos le llamaron muerto viviente.
Caminó incansable día y noche seguido por aquellas bestias sin alma y sin misericordia. Gigantescos gusanos de la arena, mandados por los dioses del desierto, le seguían también en su peregrinar.
Caminó hasta los bordes de la ciudad donde nació en su vida pasada.
Allí lanzó un grito de dolor, que dicen, aunque nadie sobrevivió para contarlo, consiguió que se helara la sangre en las venas de sus habitantes.
Una inmensa tormenta de arena se desató a su voz, enterrando las casas. A su mandato las bestias devoraron a la gente, regando de rojo las dunas sedientas.
El que antaño fuera hombre, anduvo entre las calles y cosechó las vidas de todo el que halló. Siguió su rumbo por el desierto asolando los pueblos del reino de Elam, tiñó de sangre el camino hasta el palacio del rey y preparó a sus chacales para un nuevo festín.
El Rey Elam lloró sincero la muerte de su pueblo, pero sus lágrimas no paliaron la sed de venganza del desierto.
Un viento maldito se levantó y las dunas violentas invocadas por el muerto viviente rompieron contra los muros de piedra del palacio, derribándolos y hundiéndolos bajo las arenas.
Con el palacio casi sumergido bajo la arena, el rey no tuvo poder contra el desierto. De las entrañas de las dunas, salieron arrastrándose los gigantescos gusanos de la arena que devoraron a príncipes y cortesanos, a vasallos y señores.
El rey peleó sin esperanza, mientras cientos y cientos de chacales surgían del desierto devorando a sus generales y soldados.
Cuando hubo caído el último de sus hombres, el Rey Elam arrojó la espada e hincó la rodilla, alzó sus brazos, suplicando el perdón a los dioses del desierto.
Las dunas se abrieron reclamando su sangre y arenas movedizas engulleron su cuerpo.
El Rey Elam quiso asirse a la arena que escapó de sus dedos, agitó las manos y trató de aferrarse a ella, hasta que desapareció por completo.
Una vez muerto el rey, el desierto escupió sus restos desecados para comida de los buitres que sobrevolaban el lugar, esperando su parte del festín.
Khala, prometida desde su infancia y entregada al rey siendo apenas una niña, primero concubina, luego reina y después ramera, se arrodilló suplicando al hombre.
Pese al asco, que su aspecto le producía, sollozó arrepentida pidiendo clemencia en nombre de su amor pasado.
Le juró amor eterno para salvar su vida y rasgó el vestido que la cubría, para mostrarle el incipiente embarazo que tenía e imploró por el vástago de Kasim que decía, llevaba en su vientre.
Pero él no tenía ojos que vieran, ni oídos que oyeran, ni corazón que sintiera. Sólo le quedaba la rabia y su deseo de venganza.
Khala, la reina maldita, la que trajo la desgracia a su rey y a su pueblo, fue engullida por las arenas del desierto.
Cuenta la leyenda, aunque no se si creerlo, que algunos días si alguien fija la vista en el desierto, puede ver a los lejos cuando el viento levanta la arena de las dunas, al que antes fuera hombre y ahora es un muerto viviente, caminar bajo el sol seguido por los chacales.
El Guardián
Los pasos resonaban sobre los charcos del suelo adoquinado.
El aliento de Laura, convertido en vaho, se mezclaba con el frío de la noche.
El corazón le latía con furia, amenazando con salir de su pecho.
Corría bajo una luna plateada casi oculta por un espeso manto de nubes.
No corría por el placer de hacerlo, Laura huía. Huía de algo que le había helado la sangre, de lo más aterrador que había visto en sus trece años de edad.
Todo había empezado con una estúpida apuesta, la típica estupidez que solían hacer en su pandilla de amigos para demostrar lo valientes que eran.
Ella era una chica y por tanto ninguno de sus amigos confiaba en que fuera capaz de entrar en la tienda, pero Laura estaba dispuesta a demostrarles lo contrario. Incluso al idiota de Ramón, que siempre se burlaba de ella, le costó un puñetazo más que merecido.
Lo cierto es que todo el mundo en "La Puebla del Álamo", en su pueblo, conocía la vieja tienda de antigüedades.
Llevaba décadas abandonada y su dueño, pese a que seguía colgado en su parte delantera el letrero de la agencia inmobiliaria, hacía tiempo que había perdido la esperanza de vender, o al menos alquilar el local.
En su interior decían que se encontraban objetos tan raros y valiosos que podían venderse sin dificultad a cualquier coleccionista por varios miles de euros.
Según contaba la gente mayor del pueblo, tras la muerte de su dueño, todo aquel que se había interesado por adquirir el local había desaparecido e incluso un anticuario que había llegado de la ciudad para volver a abrir la tienda, apareció degollado una mañana en medio de la calle Mayor.
Nadie cruzaba la puerta de la tienda, nadie había intentado entrar a robar, incluso la gente del pueblo cambiaba de acera al pasar junto a ella.
¿Cuál era el motivo?, simple sentido común.
La tienda estaba envuelta en una leyenda que hablaba de un extraño ser que dormitaba en su interior cuidando de las antigüedades, y los habitantes del pueblo eran extremadamente supersticiosos y temerosos para dudar de ello.
El ser, al que todo el mundo llamaba El Guardián, contaban a los niños los mayores, que había hecho desaparecer a varios hombres y mujeres.
Laura y sus amigos se reunieron frente al local. Paula, su mejor amiga, junto con las otras chicas de la pandilla intentaron hacerla desistir, pero ella estaba dispuesta a seguir con la apuesta.
La apuesta consistía en entrar en la tienda y robar una antigüedad o un objeto de valor para demostrar su valía al resto del grupo.
Pablo, el hijo del dueño de la inmobiliaria, le entregó la vieja llave de hierro de la puerta de la entrada que le había arrebatado a su padre y una linterna.
Se acercó hasta la puerta del local, sujetó el pomo de la puerta y se volvió echando una última mirada a sus amigos que le animaban a que entrara.
Suspiró y notó cómo el corazón se le aceleraba cada vez más, finalmente giró la vieja llave y la puerta se abrió fácilmente, pese al tiempo que llevaba cerrada.
El anticuario había sido un hombre huraño, muy pálido, de constitución delgada, pómulos afilados y sin pelo en su ovalada cabeza, era ya un anciano cuando los padres de Laura y los demás niños corrían por delante de la tienda.
Dicen que padecía del corazón, y un infarto fue la causa de la muerte que certificó el médico del pueblo el día que falleció.
Luego se fue tejiendo aquella leyenda sobre el guardián que cuidaba la tienda, aquella superstición condujo a un miedo general y sirvió para que durante mucho tiempo, los grupos de críos insolentes se lo pensaran mejor el entrar en aquel lugar.
Pero, por supuesto, aquello no sirvió con Laura que siguió empujando la puerta, haciendo que la campanilla golpeara la madera de la puerta, resonando con un eco en aquel lugar.
Cerró la puerta tras ella mientras dirigía el foco de la linterna por todos los rincones.
El tiempo se detuvo, dejando de tener significado para Laura.
En el exterior para sus amigos, el tiempo pasaba rápidamente y se acercaba la hora de volver a sus casas, a la vez que la lluvia comenzaba a caer con fuerza en las desiertas calles.
Paula le llamaba constantemente al móvil para que saliera, pero Laura lo tenía en silencio en el bolsillo y ensimismada no notaba la vibración del aparato.
Aquel lugar era sencillamente asombroso, podían hallarse multitud de objetos: armaduras de la Edad Media, escudos vikingos, yelmos de cobre, espadas en sus vainas, jarrones chinos de la dinastía Ming, joyas de gran valor, libros de ediciones antiguas primorosamente encuadernados.
En los estantes reposaban frascos y botellas conteniendo todo tipo de cosas, algunos animales disecados nadando en líquidos, como lagartos, sapos, ranas, serpientes y escorpiones.
El anticuario había sido un hombre huraño, muy pálido, de constitución delgada, pómulos afilados y sin pelo en su ovalada cabeza, era ya un anciano cuando los padres de Laura y los demás niños corrían por delante de la tienda.
Dicen que padecía del corazón, y un infarto fue la causa de la muerte que certificó el médico del pueblo el día que falleció.
Luego se fue tejiendo aquella leyenda sobre el guardián que cuidaba la tienda, aquella superstición condujo a un miedo general y sirvió para que durante mucho tiempo, los grupos de críos insolentes se lo pensaran mejor el entrar en aquel lugar.
Pero, por supuesto, aquello no sirvió con Laura que siguió empujando la puerta, haciendo que la campanilla golpeara la madera de la puerta, resonando con un eco en aquel lugar.
Cerró la puerta tras ella mientras dirigía el foco de la linterna por todos los rincones.
El tiempo se detuvo, dejando de tener significado para Laura.
En el exterior para sus amigos, el tiempo pasaba rápidamente y se acercaba la hora de volver a sus casas, a la vez que la lluvia comenzaba a caer con fuerza en las desiertas calles.
Paula le llamaba constantemente al móvil para que saliera, pero Laura lo tenía en silencio en el bolsillo y ensimismada no notaba la vibración del aparato.
Aquel lugar era sencillamente asombroso, podían hallarse multitud de objetos: armaduras de la Edad Media, escudos vikingos, yelmos de cobre, espadas en sus vainas, jarrones chinos de la dinastía Ming, joyas de gran valor, libros de ediciones antiguas primorosamente encuadernados.
En los estantes reposaban frascos y botellas conteniendo todo tipo de cosas, algunos animales disecados nadando en líquidos, como lagartos, sapos, ranas, serpientes y escorpiones.
Además habían dedos, ojos y otras partes de la anatomía humana conservadas en formol.
También se hallaban recipientes con hierbas y flores secas.
Hacía tanto tiempo que la tienda estaba abandonada que había varios dedos de polvo y algunas telarañas.
Hacía tanto tiempo que la tienda estaba abandonada que había varios dedos de polvo y algunas telarañas.
Pero sin embargo a Laura le llamó la atención que el polvo parecía esquivar las antigüedades y
los objetos de mayor valor, los cuales relucían como si recientemente hubieran sido frotados con un paño.
La tienda era más grande de lo que parecía desde el exterior, Laura la recorría con mucho cuidado para no chocar con ninguno de los cientos de objetos que allí había, evitando que cayeran al suelo y se rompieran.
Tuvo especial cuidado de no golpear al pasar un enorme gong de bronce que podría haber hecho un gran estruendo de haber caído al suelo.
La admiración que todas aquellas maravillas le provocaban hacía que el miedo que había sentido al principio se disipara y que no se diera cuenta del tiempo que llevaba allí dentro.
Su pandilla se había marchado. Laura era hija de padres divorciados y su madre estaba trabajando en el turno de noche de la fábrica, por lo que nadie notaría su ausencia en casa.
Ahora sólo una pregunta se repetía en su cabeza, ¿Qué debería llevarse? Miró por todas partes, buscando algo que le llamara la atención, pero todo lo que veía le gustaba.
Y allí, como si se propusiera despejar todas sus dudas, Laura vio un antiguo cofre negro abierto, donde una esfera de cristal descansaba sobre una superficie acolchada de color granate.
La niña se acercó. La esfera de cristal transparente resplandecía con un brillante color azul, iluminando la habitación como si fuese un faro.
los objetos de mayor valor, los cuales relucían como si recientemente hubieran sido frotados con un paño.
La tienda era más grande de lo que parecía desde el exterior, Laura la recorría con mucho cuidado para no chocar con ninguno de los cientos de objetos que allí había, evitando que cayeran al suelo y se rompieran.
Tuvo especial cuidado de no golpear al pasar un enorme gong de bronce que podría haber hecho un gran estruendo de haber caído al suelo.
La admiración que todas aquellas maravillas le provocaban hacía que el miedo que había sentido al principio se disipara y que no se diera cuenta del tiempo que llevaba allí dentro.
Su pandilla se había marchado. Laura era hija de padres divorciados y su madre estaba trabajando en el turno de noche de la fábrica, por lo que nadie notaría su ausencia en casa.
Ahora sólo una pregunta se repetía en su cabeza, ¿Qué debería llevarse? Miró por todas partes, buscando algo que le llamara la atención, pero todo lo que veía le gustaba.
Y allí, como si se propusiera despejar todas sus dudas, Laura vio un antiguo cofre negro abierto, donde una esfera de cristal descansaba sobre una superficie acolchada de color granate.
La niña se acercó. La esfera de cristal transparente resplandecía con un brillante color azul, iluminando la habitación como si fuese un faro.
Acercó las manos al cofre para cerrarlo y llevárselo, pero no podía cerrarlo, una extraña fuerza se lo impedía.
La puerta de la tienda se abrió de repente golpeando de un modo seco en la pared, haciendo que esta resonara, impulsada por el fuerte viento que se había levantado repentinamente.
Laura se detuvo sobresaltada, luego cogió la esfera para guardarla en el bolsillo de su cazadora. Cuando la esfera estuvo metida en su bolsillo el resplandor azul se apagó. El brillo de los objetos que la rodeaban desapareció.
Se hizo la oscuridad, solo rota por el haz de su linterna.
Mientras en el exterior un viento diabólico se levantaba y penetraba en la tienda.
Laura no entendía nada, no sabía que estaba ocurriendo, sólo sabía una cosa, que fuera lo que fuese, era hora de marcharse de allí.
De pronto, frente a ella, el viento se convirtió en un remolino, de este surgió un oscuro abismo.
Laura permanecía paralizada en el mismo sitio, aunque su mente le ordenaba salir corriendo, sus pies permanecían quietos incapaces de obedecer. Estaba aterrada.
La sangre se le heló. Desde la lejanía de aquel profundo agujero se estaba acercando un hombre, un extraño hombre calvo, de pómulos afilados.
Laura empezó a temblar, el hombre le miraba con unos ojos que en realidad eran dos cuencas vacías.
El anciano, al que Laura identificó como al anticuario por alguna vieja foto que había visto en el pueblo, salió por completo del abismo, se quedó de pie y miró a la chica con aquellos ojos vacíos.
Su cuerpo estaba cubierto por una túnica de color morado con signos astrológicos y extrañas inscripciones de idiomas prohibidos bordadas en ella. Sus dedos eran desproporcionadamente largos y sus uñas largas y afiladas.
La puerta de la tienda se abrió de repente golpeando de un modo seco en la pared, haciendo que esta resonara, impulsada por el fuerte viento que se había levantado repentinamente.
Laura se detuvo sobresaltada, luego cogió la esfera para guardarla en el bolsillo de su cazadora. Cuando la esfera estuvo metida en su bolsillo el resplandor azul se apagó. El brillo de los objetos que la rodeaban desapareció.
Se hizo la oscuridad, solo rota por el haz de su linterna.
Mientras en el exterior un viento diabólico se levantaba y penetraba en la tienda.
Laura no entendía nada, no sabía que estaba ocurriendo, sólo sabía una cosa, que fuera lo que fuese, era hora de marcharse de allí.
De pronto, frente a ella, el viento se convirtió en un remolino, de este surgió un oscuro abismo.
Laura permanecía paralizada en el mismo sitio, aunque su mente le ordenaba salir corriendo, sus pies permanecían quietos incapaces de obedecer. Estaba aterrada.
La sangre se le heló. Desde la lejanía de aquel profundo agujero se estaba acercando un hombre, un extraño hombre calvo, de pómulos afilados.
Laura empezó a temblar, el hombre le miraba con unos ojos que en realidad eran dos cuencas vacías.
El anciano, al que Laura identificó como al anticuario por alguna vieja foto que había visto en el pueblo, salió por completo del abismo, se quedó de pie y miró a la chica con aquellos ojos vacíos.
Su cuerpo estaba cubierto por una túnica de color morado con signos astrológicos y extrañas inscripciones de idiomas prohibidos bordadas en ella. Sus dedos eran desproporcionadamente largos y sus uñas largas y afiladas.
Movía la cabeza como si husmeara el aire y miraba a su alrededor.
La mirada del anciano se quedó fija en el cofre vacío y la boca del anticuario se abrió para emitir un grito lleno de furia y de un dolor inhumano que rompió el silencio de la tienda.
El anciano, que en realidad era El Guardián de la tienda, empezó a flotar en el aire detrás de Laura, que abandonó el lugar y corría por la calle intentando huir.
Pero era inútil, como otras veces había ocurrido, El Guardián arrastró a la ladrona de antigüedades a lo más profundo del abismo en el que él vivía y esperó al próximo osado que entrara en la tienda.
A la mañana siguiente en la población de "La Puebla del Álamo", los vecinos que no se hallaban ocupados en arreglar los tejados rotos de algunas casas o en apartar los árboles caídos por el terrible viento de la noche anterior, ayudaban a la Guardia Civil en la batida de búsqueda de la muchacha desaparecida.
También participaban en la búsqueda sus amigos, que callaban y habían jurado guardar el secreto para siempre, a sabiendas que Laura nunca aparecería, como les había ocurrido a todos los otros que se habían atrevido a entrar en la tienda de antigüedades.
El Rey Púrpura
Los embajadores de los dos reyes inmortales, decidieron llevar el combate hasta las lejanas e inhóspitas tierras del sur, allí donde el calor moraba de manera perenne en los cuerpos de los hombres, implacable e inmisericorde.
Las montañas, ocultas entre brumas, servirían de escenario para la esperada Batalla de los Cinco Soles, la batalla escrita con sangre de doncellas vírgenes en el Libro de los Augurios de Los Eternos.
El ejército vencedor obtendría la honrosa responsabilidad de ser el Guardián del Portal, el único dueño del Ojo Cósmico, del ojo que todo lo ve, abierto una sola vez durante la última centuria.
El ejército púrpura abandonó la capital de su reino entre los vítores de miles de sus seguidores, mientras a su paso sonaban los acordes de las fanfarrias.
Atravesó el Puente de la Eterna Noche. La nieve se colaba entre las uñas de las patas de sus caballos, que bufaban y relinchaban intentando espantar el frío, formando a su paso huellas que borraría el Viento del Norte, hasta que sólo las cumbres de nieves perpetuas fueron testigo de su paso.
El Rey Púrpura cabalgaba mirando al cielo de vez en cuando y observando la brillante luna, el único vestigio vivo, que parecía mirarles como un ojo desde el infinito, mientras tomaban el rumbo contrario al camino de las estrellas.
Cinco días después las hordas de soldados, luciendo estandartes carmesí, desfilaban sin tregua entre los páramos desérticos del Sur, cubriendo la desolada superficie con la sombra bélica de sus pasos.
Galopaban orgullosos los jinetes en sus engalanados corceles, los infantes a pie blandían sus espadas y lanzas forjadas en duro metal.
Llegaron hasta el lugar de la batalla y las tropas montaron sus tiendas en un extremo del desfiladero, sabedores que al otro lado de este, las tropas escarlatas hacían lo mismo.
En su tienda, Arthus, el Rey Púrpura, revisaba con sus generales la estrategia, el plan de guerra a seguir, moldeado desde tiempos sin memoria.
Con la caída de la noche y mientras los soldados dormían, las brujas y magos que les acompañaban comenzaron sus ritos prohibidos, solicitando la ayuda y la protección de demonios y de antiguos.
Con las primeras luces del alba ambos ejércitos se alineaban en el estrecho desfiladero, frente a frente estandartes púrpuras y banderas escarlatas.
Los lanceros tocaban al unísono el suelo con sus lanzas y los soldados golpeaban rítmicamente sus escudos con las espadas, para amedrentar al enemigo.
Finalmente el portal apareció en el firmamento, abriendo su boca de forma ovalada, esperando, aguardando pacientemente al vencedor.
Era el momento, por fin los generales púrpura y escarlata recibieron la orden de sus reyes y los dos ejércitos corrieron al encuentro de su enemigo dando fuertes alaridos.
La mirada del anciano se quedó fija en el cofre vacío y la boca del anticuario se abrió para emitir un grito lleno de furia y de un dolor inhumano que rompió el silencio de la tienda.
El anciano, que en realidad era El Guardián de la tienda, empezó a flotar en el aire detrás de Laura, que abandonó el lugar y corría por la calle intentando huir.
Pero era inútil, como otras veces había ocurrido, El Guardián arrastró a la ladrona de antigüedades a lo más profundo del abismo en el que él vivía y esperó al próximo osado que entrara en la tienda.
A la mañana siguiente en la población de "La Puebla del Álamo", los vecinos que no se hallaban ocupados en arreglar los tejados rotos de algunas casas o en apartar los árboles caídos por el terrible viento de la noche anterior, ayudaban a la Guardia Civil en la batida de búsqueda de la muchacha desaparecida.
También participaban en la búsqueda sus amigos, que callaban y habían jurado guardar el secreto para siempre, a sabiendas que Laura nunca aparecería, como les había ocurrido a todos los otros que se habían atrevido a entrar en la tienda de antigüedades.
El Rey Púrpura
Los embajadores de los dos reyes inmortales, decidieron llevar el combate hasta las lejanas e inhóspitas tierras del sur, allí donde el calor moraba de manera perenne en los cuerpos de los hombres, implacable e inmisericorde.
Las montañas, ocultas entre brumas, servirían de escenario para la esperada Batalla de los Cinco Soles, la batalla escrita con sangre de doncellas vírgenes en el Libro de los Augurios de Los Eternos.
El ejército vencedor obtendría la honrosa responsabilidad de ser el Guardián del Portal, el único dueño del Ojo Cósmico, del ojo que todo lo ve, abierto una sola vez durante la última centuria.
El ejército púrpura abandonó la capital de su reino entre los vítores de miles de sus seguidores, mientras a su paso sonaban los acordes de las fanfarrias.
Atravesó el Puente de la Eterna Noche. La nieve se colaba entre las uñas de las patas de sus caballos, que bufaban y relinchaban intentando espantar el frío, formando a su paso huellas que borraría el Viento del Norte, hasta que sólo las cumbres de nieves perpetuas fueron testigo de su paso.
El Rey Púrpura cabalgaba mirando al cielo de vez en cuando y observando la brillante luna, el único vestigio vivo, que parecía mirarles como un ojo desde el infinito, mientras tomaban el rumbo contrario al camino de las estrellas.
Cinco días después las hordas de soldados, luciendo estandartes carmesí, desfilaban sin tregua entre los páramos desérticos del Sur, cubriendo la desolada superficie con la sombra bélica de sus pasos.
Galopaban orgullosos los jinetes en sus engalanados corceles, los infantes a pie blandían sus espadas y lanzas forjadas en duro metal.
Llegaron hasta el lugar de la batalla y las tropas montaron sus tiendas en un extremo del desfiladero, sabedores que al otro lado de este, las tropas escarlatas hacían lo mismo.
En su tienda, Arthus, el Rey Púrpura, revisaba con sus generales la estrategia, el plan de guerra a seguir, moldeado desde tiempos sin memoria.
Con la caída de la noche y mientras los soldados dormían, las brujas y magos que les acompañaban comenzaron sus ritos prohibidos, solicitando la ayuda y la protección de demonios y de antiguos.
Con las primeras luces del alba ambos ejércitos se alineaban en el estrecho desfiladero, frente a frente estandartes púrpuras y banderas escarlatas.
Los lanceros tocaban al unísono el suelo con sus lanzas y los soldados golpeaban rítmicamente sus escudos con las espadas, para amedrentar al enemigo.
Finalmente el portal apareció en el firmamento, abriendo su boca de forma ovalada, esperando, aguardando pacientemente al vencedor.
Era el momento, por fin los generales púrpura y escarlata recibieron la orden de sus reyes y los dos ejércitos corrieron al encuentro de su enemigo dando fuertes alaridos.
Los estruendos de la batalla resonaron hasta en el último rincón del planeta.
Miles de destellos escarlatas se entremezclaron con los embates púrpuras, adornando el cielo, mientras los ataques se sucedían por todas partes.
En poco tiempo la sangre tiñó el polvoriento desfiladero, el silbar de las flechas cruzando el aire se entremezcló con los gritos de ánimo de los capitanes y los lamentos de los heridos.
En medio del fragor de la batalla, los ojos del Rey Púrpura vislumbraron a lo lejos el imponente hueco que se producía entre las filas del Rey Escarlata, justo cuando sus tropas protagonizaban la siguiente ofensiva.
Soñó con la victoria, anhelando la derrota del adversario, ignorante que era un ardid del enemigo.
En ese momento las paredes del desfiladero parecieron abrirse y de ellas salieron cientos de jinetes que permanecían ocultos, cayendo sobre las tropas púrpura que se habían adentrado imprudentes en la brecha de las líneas enemigas.
Los regimientos púrpuras fueron aniquilados, esfumándose entre la arena como el vapor de las lágrimas.
Inmediatamente, el Rey Púrpura supo que su destino no sería caminar hacia la puerta milenaria, sino caer en la condena del olvido.
Miles de destellos escarlatas se entremezclaron con los embates púrpuras, adornando el cielo, mientras los ataques se sucedían por todas partes.
En poco tiempo la sangre tiñó el polvoriento desfiladero, el silbar de las flechas cruzando el aire se entremezcló con los gritos de ánimo de los capitanes y los lamentos de los heridos.
En medio del fragor de la batalla, los ojos del Rey Púrpura vislumbraron a lo lejos el imponente hueco que se producía entre las filas del Rey Escarlata, justo cuando sus tropas protagonizaban la siguiente ofensiva.
Soñó con la victoria, anhelando la derrota del adversario, ignorante que era un ardid del enemigo.
En ese momento las paredes del desfiladero parecieron abrirse y de ellas salieron cientos de jinetes que permanecían ocultos, cayendo sobre las tropas púrpura que se habían adentrado imprudentes en la brecha de las líneas enemigas.
Los regimientos púrpuras fueron aniquilados, esfumándose entre la arena como el vapor de las lágrimas.
Inmediatamente, el Rey Púrpura supo que su destino no sería caminar hacia la puerta milenaria, sino caer en la condena del olvido.
El desenlace de la batalla estaba claro, lo mismo que el destino del Rey Púrpura.
Poco después, entre los vítores de las tropas escarlata que agitaban sus armas y banderas, la figura luminosa del rey vencedor fue elevándose poco a poco entre los escombros de la contienda y se dirigió hacia el portal donde fue engullido por la ventisca que emanaba de las entrañas de la abertura.
Múltiples universos pasaron alrededor del Rey Escarlata, desfilando vertiginosamente, dando la bienvenida al nuevo Guardián del Portal, el único dueño del Ojo Cósmico.
El ejército púrpura derrotado y maltrecho, recoge a sus heridos y emprende el pesado camino de vuelta hasta su reino.
El Rey Púrpura lleva consigo el estigma de la vergüenza y de la derrota, pero se consuela pensando que dentro de cien años tendrá una nueva oportunidad de ser el Guardián del Portal, el único dueño del Ojo Cósmico.
Poco después, entre los vítores de las tropas escarlata que agitaban sus armas y banderas, la figura luminosa del rey vencedor fue elevándose poco a poco entre los escombros de la contienda y se dirigió hacia el portal donde fue engullido por la ventisca que emanaba de las entrañas de la abertura.
Múltiples universos pasaron alrededor del Rey Escarlata, desfilando vertiginosamente, dando la bienvenida al nuevo Guardián del Portal, el único dueño del Ojo Cósmico.
El ejército púrpura derrotado y maltrecho, recoge a sus heridos y emprende el pesado camino de vuelta hasta su reino.
El Rey Púrpura lleva consigo el estigma de la vergüenza y de la derrota, pero se consuela pensando que dentro de cien años tendrá una nueva oportunidad de ser el Guardián del Portal, el único dueño del Ojo Cósmico.
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