sábado, 25 de noviembre de 2017

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Hola Zombies, no me olvidaba de vosotros y aunque las últimas entradas en el blog
han sido gastronómicas aquí os dejamos otro relato para vuestras hambrientas fauces.
Lleva por titulo Una desértica carretera camino de El Paso.

El viejo automóvil, un Buick con más de veinte años de antigüedad, corría por la carretera de
tierra y llena de baches que discurría a través de las colinas desérticas que señalaban el fin de
las llanuras de Texas.
Iba envuelto en una gran nube de polvo que lo seguía como una estela, ocultándolo a la vista
casi por completo, pero como el polvo era preferible al calor y el aire acondicionado del coche
estaba estropeado, las ventanillas del vehículo estaban bajadas y la música country del aparato
de radio sonaba ensordecedora por la desértica carretera.
A Bob Ross, la insoportable temperatura tampoco le ayudaba a soportar el apetito que sentía.
Ahora se arrepentía de haber abandonado unas horas antes la carretera principal para internarse por aquella carretera secundaria, en busca de algún pueblo donde colocar sus productos a algún lugareño.
Aquel bochorno le impedía pensar con claridad, pero la cruda realidad era que sus negocios no iban bien, en el último año la venta de seguros había descendido en casi un 40%, lo cual le obligaba varias veces al mes a abandonar sus oficinas en Alburquerque para ir en busca de nuevos clientes.
Un par de millas antes un oxidado letrero plantado a un lado de la carretera, le avisó de la cercanía de una gasolinera y de un café, donde podía degustar el desayuno especial de la casa, formado por tortitas, huevos revueltos, beicon y salchichas.
Bob, aunque dudaba de ello, deseó en su interior que aquel sitio aún permaneciera abierto, esperaba poder sentarse un rato y degustar las excelencias prometidas de aquel desayuno.
Desde que radio y televisión no dejaban de machacar con las noticias sobre la epidemia de gripe, que muchos sitios permanecían cerrados.
El campo se desplegaba en toda su inmensidad a ambos lados de la carretera; a la izquierda se extendía la llanura desértica, mientras que a la derecha en la lejanía se levantaba una cadena de pequeñas colinas.
Poco después, frente a él, al pie de un risco de arenisca que quedaba a la izquierda de la carretera, apareció la gasolinera y una pequeña casa de ladrillos, cuya presencia allí, en medio de la nada, resultaba incongruente.
Un gran letrero con letras negras sobre fondo blanco, encima de la puerta, anunciaba que había llegado a la gasolinera y al café de Muddy.
Pese a no tener un aspecto muy acogedor, Bob emitió un suspiro de satisfacción y detuvo el coche junto al techado de madera destinado al aparcamiento de vehículos.
La estación de servicio tenía unos urinarios portátiles en la parte izquierda y en su interior a través del sucio cristal de la parte delantera se adivinaban unas cuantas estanterías.
Descendió del vehículo y recogió la chaqueta del asiento contiguo, mientras se ajustaba la corbata observo el local no muy bien conservado de la tienda, lo cual pensó no era extraño en aquel lugar alejado de la civilización y que parecía estar en el mismo infierno.
Tras sortear los silenciosos surtidores, decidió asomarse al interior, ningún empleado apareció, por lo que se demoró unos segundos echando un vistazo.
Productos de primera necesidad: arroz, harina, conservas, cereales, leche en polvo o aceite, se amontonaban en los estantes entremezclándose con otros como linternas, pilas, material de
primeros auxilios o agua embotellada.
Volvió a salir al exterior y dirigió sus pasos hasta la cercana cafetería. Le hubiera gustado encontrarse frente a un moderno local, con aire acondicionado, donde una guapa camarera le entregara la carta e inclinándose frente a su mesa le mostrara el generoso escote de su uniforme, mientras con la mejor de su sonrisas le recomendaba el plato del día.
Hubiera sido estupendo flirtear con ella, que el restaurante tuviera habitaciones y quedarse a dormir allí esa noche, también un lavadero de coches donde le arrancaran el amarillento polvo pegado al Buick.
Quizá una buena propina y unas cuantas copas hubieran conseguido que la camarera al terminar su trabajo subiera a la habitación para acostarse con él.
Solo pensar en ello, logró que una erección se produjera bajo sus pantalones, hacía ya demasiado tiempo que no disfrutaba del sexo con ninguna mujer.
Desde que dos años antes su mujer le abandonó llevándose con ella a sus dos hijos que su vida sexual se había limitado a unas cuantas visitas a un prostíbulo de Alburquerque, lo suficientemente borracho para no haberle dejado huella, ni recuerdo alguno.
El interior del café estaba iluminado; un fluorescente arrojaba su luz blanquísima a través de los ventanales, cuyos vidrios exhibían pintadas en rojo las palabras de los diferentes desayunos y
menús, junto con su precio.
Confiaba en que al menos podría tomarse una taza de café con un donut y refrescarse un poco antes de continuar su camino.
Cuando Bob abrió la puerta de la cafetería, las campanillas de la puerta en forma de peces tintinearon alegremente.
Nadie estaba detrás del mostrador ni sirviendo las mesas que se encontraban completamente vacías.
Al fondo del local, un televisor rompía el silencio lanzando una ráfaga de carcajadas enlatadas de fondo, mientras en la pantalla aparecían las andanzas en blanco y negro de los personajes de
Embrujada, la vieja serie de los años sesenta y setenta.
- ¡Hola!, cacareó estruendosa la voz de Bob Ross.
En la pantalla, Darrin Stephens se subía por las paredes discutiendo con la bruja Endora, su suegra y madre de Samantha, al mismo tiempo que Bob Ross avanzaba hacia el fondo de la cafetería.
Bajo sus pies crujían diminutos cristales pertenecientes a una nevera expositor, parte de cuyo contenido, latas de Coca-Cola, cerveza Budweiser y Red Bull, se encontraba en el suelo y había rodado bajo las mesas, acompañando a las sillas y taburetes caídos.
Parecía que allí dentro se había desarrollado una pelea de grandes proporciones y estuvo tentado de marcharse al ver grandes restos de sangre que manchaban el suelo del local, pero le dominaba una sed atroz y se acercó hasta la nevera para coger algunas de las latas de cerveza fría que aún se conservaban en su interior.
Muddy, hasta su muerte era un tejano rubicundo, cercano al metro noventa de estatura, con el pelo rubio recogido en una coleta, las espaldas de un jugador de fútbol americano y una barriga que tenía la forma de un cerdo rosado, sobresaliéndole por encima del cinturón.
El dueño de la gasolinera y de la cafetería, en vida no había sido un mal tipo, sus clientes murmuraban que les engañaba con la gasolina, pero también reconocían que no le importaba invitarte a una cerveza de vez en cuando y decían que su "Hamburguesa Tejana", era la mejor que podías comer en muchas millas a la redonda.
Los ciento treinta kilos de aquella enorme mole, vestida con una sucia camiseta y un grasiento delantal cubriendo unos gastados pantalones vaqueros, cayeron sobre Bob que estaba inclinado sobre la máquina intentando extraer una lata, sin cortarse con algunos de los puntiagudos fragmentos de cristal que permanecían anclados a esta.
Bob perdió el equilibrio y se estrelló contra la puerta rota de la nevera expositor. Durante un instante, Bob Ross se quedó perplejo y sin poder reaccionar:
– Pero, ¿Qué demonios?...
Fueron las palabras que acertó a decir, un fragmento de cristal alargado se le hundió en la mano mientras caía, provocándole una súbita punzada de dolor que le arrancó un grito.
Incrédulo vio como aquel enorme ser, de rostro gris, con la boca manchada de sangre y una espantosa herida en el cuello, que parecía mirarle con aquellos ojos sin vida, se abalanzaba sobre él y le mordía en el antebrazo.
Desde el suelo lanzó un puntapié a la cabeza de Muddy, pero este no le soltó.
De algún modo, en medio de aquella vorágine de dolor que sufría, Bob sintió como el terrible mordisco le arrancaba un trozo de carne y seguidamente una nueva punzada de dolor atroz.
Le había mordido, de eso no había duda. ¡Le había mordido!
Se encendieron todas las alarmas en su cabeza e intentó levantarse para huir.
– ¡Maldito hijo de puta!, pensó para sí.
Mientras a su mente llegaban los retazos escuchados en la radio que hablaban de la epidemia de gripe, de infectados que volvían a la vida y del despliegue de la Guardia Nacional en todo el territorio.
Leyendas urbanas, cuentos de viejas, había pensado mientras movía el dial de la radio, para detenerlo en su emisora de música country favorita.
Con un grito agónico, Bob se echó hacia atrás para aprovechar mejor el peso de su cuerpo, tomó impulso y pateó de nuevo la cabeza de Muddy.
Esta vez notó que los dientes de su agresor lo soltaban.
Lanzó otra patada que impactó de lleno en el rostro de aquel ser, quien se estrelló de espaldas contra una de las mesas.
Bob se incorporó mientras la cálida sangre procedente de la herida se deslizaba por su brazo manchando el suelo. El dolor que le producía el músculo desgarrado de su antebrazo le recorría todo el cuerpo nublándole la mente como un torrente de fuego líquido.
Tropezó con uno de los taburetes del suelo cayendo de espaldas, le ardía la herida y no tenía fuerzas para huir.
El rostro de Muddy se cernió sobre él, con la boca abierta y con los dientes teñidos de un resplandeciente color carmesí.
Lo último que vio con ojos vidriosos Bob Ross antes de morir, fue en la televisión los créditos finales de aquel episodio de la serie Embrujada.
El episodio había terminado.

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